Me disponía a escribir sobre el documental de
un periodista amigo (al que luego me referiré) cuando se ha interpuesto
en mi camino la enésima imagen del entierro de un niño palestino. ¿Por
qué tantas imágenes de entierros de niños palestinos? Podría pensarse en
la respuesta más fácil: porque Israel mata muchos niños palestinos.
Y podría pensarse también, por tanto, que estas
imágenes publicadas por los medios de comunicación constituyen una
poderosa herramienta de denuncia de los crímenes sufridos por la
población de Palestina desde hace sesenta años a manos del ejército
israelí.
No sé. Puede que se trate de un exceso de suspicacia, pero me
sorprende la insistencia en asociar mediáticamente el destino de los
palestinos -y de los árabes en general- a estas imágenes de ceremonias
funerarias colectivas. Cuando matan a un niño en España (pienso, por
ejemplo, en la trágicamente célebre Asunta) ningún periódico publica
imágenes de su cadáver ni tampoco de su entierro. De manera espontánea
se buscan imágenes del niño vivo, sonriente, lleno de vida, lo que
permite calibrar mejor el dolor de los supervivientes y el horror de la
acción cometida. De los niños palestinos muertos -de los palestinos y
árabes en general- no vemos nunca imágenes de cuando estaban vivos y se
asemejaban a nosotros. Sólo aparecen después de muertos y sólo como
muertos. Con independencia de si hay más o menos premeditación en esta
práctica periodística, lo cierto es que los niños palestinos -los árabes
en general- sólo comparecen ante nuestra vista cuando los van a
enterrar. Los entierros árabes tienen una fuerte dimensión colectiva y,
cuando se trata de niños asesinados, un inevitable y comprensible
componente emocional. Como además, y al contrario que en la tradición
cristiana, el cadáver no está alojado en un ataud sino que es sostenido
por los parientes envuelto en un lienzo, la ceremonia, llena de ira,
adquiere a los ojos de un occidental un tono exótico y exhibicionista.
El entierro de un niño palestino -de los árabes en general- sugieren
mediáticamente, en efecto, dos ilusiones paradójicas: exotismo y
violencia. El exotismo de una cultura exhibicionista que no oculta sus
muertos y la violencia de una cultura fuertemente colectiva que exige
siempre venganza. Como nunca vemos niños palestinos vivos jugando al
balón o abrazando a sus madres o comiéndose un helado, la recurrencia de
la imagen del entierro impone en la opinión pública la idea del culto a
la muerte y del desprecio violento por la vida. En definitiva, cuando
matan, pero también cuando se les mata (lo que es mucho más frecuente)
los palestinos son asociados a la violencia y la muerte, lo que explica
en parte la naturalidad con que aceptamos su asesinato, menospreciamos
el dolor de sus padres y hasta aplaudimos la barbarie de sus asesinos.
Por una terrorífica paradoja asentada en siglos de orientalismo y
décadas de islamofobia, las imágenes de entierros de niños palestinos,
en lugar de mostrarnos el dolor de un pueblo y la ignominia de Israel,
parecen justificar la violencia de que han sido objeto como si se la
hubiesen auto-infligido o se la hubieran infligido sus coléricos
parientes, y desde luego vienen a desactivar todo movimiento de empatía
por nuestra parte. Por eso -pido desde aquí a los medios de
comunicación- cuantos más palestinos mate Israel más deberían los
periodistas buscar y ofrecer imágenes de palestinos vivos: la muerte
sólo nos afecta cuando “conocemos” a la víctima; es decir, si la víctima
jugaba al fútbol, se dormía en clase de matemáticas y soñaba con ser de
mayor astronauta o bombero. Cuando ofrecemos imágenes de entierros de
niños palestinos, ocurre que, antes de que lo haga Israel, nosotros ya
les hemos robado la vida. Así es muy fácil matarlos, así estamos casi
autorizando a Israel a que siga matándolos.
Pero contémoslo de nuevo. Al final de la Segunda Guerra Mundial se
producen en Europa tres acontecimientos que aún determinan nuestra
historia presente. El primero, durante los famosos Procesos de
Nuremberg, tiene que ver con la legalización de facto de los bombardeos
aéreos. Mientras que, en efecto, se declara para siempre abominable el
modelo Auschwitz -la dehumanización y exterminio horizontal del otro- se
autoriza o al menos se proclama aceptable el modelo Hiroshima, que es
el de los vencedores. Desde 1945 hasta nuestros días, la deshumanización
y exterminio vertical del otro se asume como rutinaria o como no
penalizable: al día siguiente de la liberación de los nazis, la Francia
colonial bombardeaba Argelia y Siria y hemos seguido con eso todos los
días sin excepción durante setenta años: ahora mismo bombardean los
drones estadounidenses Pakistán o Yemen, los aviones de Bachar Al-Assad a
su propio pueblo y los F-16 de Israel a los palestinos de Gaza. Todos
esos bombardeos nos impresionan tanto como una tormenta de verano y,
desde luego, mucho menos que una cuchillada en el metro.
El segundo acontecimiento tiene que ver con el fracaso de un plan
europeo para exterminar a todos los judíos de Europa. Ese plan se
llamaba nazismo y costó millones de muertos, judíos y no judíos. Fue
felizmente -justamente- condenado en Nuremberg como un crimen abominable
contra el conjunto de la Humanidad.
El tercer acontecimiento tiene que ver, por el contrario, con el
éxito de un plan europeo para expulsar a todos los judíos de Europa. Ese
plan se llamaba sionismo y logró su propósito con la colaboración del
antisemitismo europeo que comprendió las ventajas de librarse de los
judíos, como llevaba siglos queriendo hacer, mientras utilizaba sus
servicios en los territorios del ex-imperio otomano. El sionismo fue y
sigue siendo un plan europeo, no judío, de colonización del mundo árabe
(así lo presentó Theodor Herzl al gobierno inglés de la época)
desarrollado con la colaboración de las clases dirigentes europeas y
árabes y en detrimento de todos los pueblos de la zona. Paradójicamente,
tras siglos de persecución, los judíos sólo fueron reconocidos como
europeos cuando salieron de Europa y en la medida en que se comportaron y
comportan como europeos: es decir, como sionistas. El sionismo es el
paradójico triunfo del asimilacionismo a costa de los palestinos y de
los propios judíos, explotados o perseguidos por una ideología que los
quiere obligar a identificarse con un proyecto abiertamente racista y
criminal.
Pues bien, lo más singular es que, de estos tres acontecimientos, el
único que parece conmover hoy a gobiernos y opiniones públicas es el
único que la historia ha dejado atrás y que es muy improbable que se
repita: me refiero al exterminio nazi. Mientras que el ‘holocausto
judío’ nos conmueve y horroriza -muy justamente- como si siguiese
produciéndose y debiéramos evitarlo, los cotidianos asesinatos desde el
aire (de EEUU, el régimen sirio o Israel) y la ocupación sionista de
Palestina, que están realmente ocurriendo y que deberíamos evitar, nos
dejan bastante indiferentes. Los nuevos bombardeos sobre Gaza, que
cuando escribo estas líneas han matado ya a setenta palestinos,
incluidos niños y mujeres, son aceptables para los europeos porque son
bombardeos, sí, y además porque el sionismo, como plan europeo que es
desde sus orígenes, cuenta con el apoyo de los gobiernos de Europa y de
buena parte de sus medios de comunicación, que alimentan la propaganda
sionista orientada a convertir a los nuevos ‘judíos’ (‘los judíos de los
judíos’, como dice Khoury) en herederos de los nazis; es decir, que
convierte a los verdugos en víctimas y a las víctimas en verdugos. Con
tanto éxito que hasta los entierros de los niños palestinos asesinados
por el ejército israelí acaban pareciéndonos “agresiones antisemitas”
contra Israel.
La ‘asimilación’ triunfante y paradójica de los sionistas europeos
(en Palestina) nos impide columbrar la verdad bajo los trajes de Armani y
los equipos de fútbol en la Champions League: que a quien realmente se
asemeja Israel, por su ideología y sus prácticas, es al Estado Islámico
de Iraq y Levante, hoy ya Califato yihadista en Oriente Próximo.
Mientras Europa y EEUU no lo comprendan y sigan apoyando a Israel no
habrá paz ni democracia ni justicia en esta región del mundo; mientras
nuestros medios de comunicación no traten igual a Israel y al EIIL no
habrá ni paz ni justicia ni democracia en la región.
Entre tanto, los nuevos viejos bombardeos de Israel expresan también
las dificultades en que se encuentra y las amenazas que entraña para
todos. Frente a la reconciliación en ciernes entre Hamas y Fatah, y con
el objeto de impedirla, frente al pragmático distanciamiento relativo de
EEUU y la UE y con el objeto de reducirlo, Israel ha tocado la única
tecla que sabe pulsar: la de la violencia y la muerte. Le funciona. Sabe
que funciona. Cada vez que están a punto de cambiar las cosas, cuando
surgen nuevas propuestas o se introducen elementos nuevos en las
relaciones de fuerza, Israel recurre a los bombardeos, que actualizan
-como un programa informático- todos los datos, devolviéndolos a su
vieja simplicidad original: Israel mata y occidente cierra filas.
Mientras los EEUU y Europa no le fuercen nada cambiará en Oriente
Próximo e Israel seguirá respondiendo a cada nueva coyuntura con
destrucción de casas y vidas palestinas. Pero atención: si EEUU y Europa
forzaran a Israel, la respuesta de Israel podría ser aún más violenta y
destructiva. El elemento ideológico y fanático del sionismo convierte a
Israel, como a EIIL, en la fuerza más irracional, imprevisible y
potencialmente peligrosa (¡Con bombas atómicas!) de la región.
No olvido el documental de mi amigo Gabriele del Grande, enorme
periodista italiano que lleva años ocupándose de las víctimas de las
políticas migratorias europeas y que ha cubierto en los últimos años,
desde el compromiso informativo y humano, la guerra de Siria. Su
documental,
Io sto con la sposa,
que cierra esta semana la campaña de financiación mediante
crowdfunding, es algo así como una narración performativa, pues narra
una historia al mismo tiempo que la historia misma se realiza como
denuncia política y acto militante de deseobediencia civil. Del Grande y
el poeta sirio palestino Khaled Soliman Al-Nassery ayudan a cinco
palestinos y sirios que han desembarcado en Lampedusa huyendo de la
guerra a llegar hasta Suecia. Para ello escenifican una falsa boda cuyo
cortejo recorre en coche Italia, Francia, Alemania y Dinamarca, en un
viaje en definitiva ‘ilegal’ que denuncia la política de fronteras y
descubre asimismo otra Europa posible en la que la solidaridad y la
valentía son la cara incusa de la indiferencia con que contemplamos el
mundo árabe (y el mundo no europeo en general). Io sto con la sposa, en
resumen, introduce el efecto inverso al de la imagen del entierro del
niño palestino arriba analizado: palestinos y sirios vivos cantan, se
besan, recitan y hablan de sí mismos y de sus muertos -que reviven por
ello-, iluminando así la ferocidad de todos los verdugos y la
complicidad de una Europa hipócrita que se llena la boca de democracia y
derechos humanos mientras alimenta o permite guerras en todas partes y
cierra las fronteras a sus víctimas. Es así, haciendo cosas juntos,
entre vivos indignados y dolidos, como se evitarán los futuros
bombardeos sobre Gaza (o sobre Alepo) o, al menos, se evitará dar la
razón a los que matan y quitar la humanidad, antes de que los maten, a
los que mueren.
(*) Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista.