En España todo aquel que no ha participado en un cara a cara moderado por Manuel Campo Vidal corre el riesgo de ser tachado de radical,
violento o antisistema. En ocasiones, también de perroflauta. Bajo la
acusación de ser como la ETA, se intentaron arrinconar mareas y
plataformas antidesahucios, confiando en que el apelativo ‘proetarra’
ejerciera de perro de Pavlov sobre la ciudadanía y mandará a los
salvajes más allá del Muro. No funcionó. Al menos, no del todo.
En estos meses que han transcurrido desde el 20D un nuevo adjetivo se
ha unido a la Lista de Términos para Abrir Telediarios con Gente
Sospechosa: comunistas. Su uso ha sido más macarthista todavía que el
tradicional “¿Y Paracuellos de Jarama, ¿qué?” hasta el punto de que
Pablo Iglesias tuvo que aclarar que, si en su día se autodenominó
comunista en Intereconomía fue para divertirse en la televisión más
anticomunista de Europa Occidental.
Y, sin embargo, pese a los fantasmas que han unido en un mismo discurso a Susana Díaz y María Dolores de Cospedal, un comunista es el líder político mejor valorado en España. Así lo certifica la última encuesta del CIS,
aunque los expertos apostillan que los políticos que no están en la
primera línea de los presidenciables suelen obtener mejor nota. El caso
es que Alberto Garzón cae bien. Tan bien que hasta en los círculos
conservadores la preocupación por el futuro de Izquierda Unida, a veces,
parece sincera. Parece.
No es la única diferencia
que Garzón ha mostrado frente al resto de candidatos. Rajoy, Iglesias,
Sánchez y Rivera han mantenido una competida pugna de tácticas,
requiebros, giros locos y comparecencias Kinder sorpresa (ingredientes
imprescindibles para vencer en política), mientras que para entender el
camino que Alberto Garzón ha recorrido estos meses no hay más que viajar
a la noche electoral del 20D. Le tocó lidiar con una botella que no
estaba ni medio vacía: IU había sufrido el batacazo de perder 9 de sus
11 diputados y quedarse sin grupo parlamentario propio. No valía ni el
consuelo de saber que en su día a Llamazares le había ido todavía peor.
Pero, más allá de los tópicos que se sueltan tras una derrota
electoral, Garzón destacó aquella noche que el resultado de las
confluencias en Cataluña o Galicia (en las que participaban candidatos
de su partido) iluminaban “el sendero que tiene que seguir la izquierda
en el futuro". “La unidad popular es el único instrumento posible para
transformar el país”, insistió. “Mejor un coro victorioso que un solo
fúnebre”, diría a principios de junio en su primer discurso como coordinador de IU citando a Marx en el ‘18 Brumario de Luis Bonaparte’.
En octubre de 2011 ya había dejado escrito: "Desgraciadamente la
izquierda institucional tiene gran apego al espíritu de ‘La vida de
Brian’ y todavía no ha entendido que ahora lo que más se requiere es
unidad y estrecha colaboración”. Pero esta vez el Frente Judaico Popular
y el Frente Popular de Judea no se acuchillarían en las catacumbas del
palacio.
Si el grito de guerra de Anguita fue
“programa, programa, programa”, el de Garzón ha sido “confluencia,
confluencia, confluencia”.
Pero mucho antes de que
llegaran los botellines con Pablo Iglesias en la sala Mirador, a Alberto
Garzón le tocó durante dos meses el papel de figurante: sus dos
diputados apenas podían ejercer presión en el combate de acusaciones
cruzadas entre PSOE y Podemos. Y, sin embargo, Garzón tuvo su momento
cuando el 22 de febrero consiguió sentar en una misma mesa a PSOE,
Podemos, Compromís e Izquierda Unida. Lo logró tras un juego de argucias dignas de ‘Con faldas y a lo loco’ que
convirtió dos encuentros bilaterales aparentemente inofensivos, en una
mesa a cuatro que alteraba los márgenes en los que se había movido la
política en las semanas anteriores.
En todo caso, el
peligro de IU para el resto de partidos parecía no residir tanto en lo
que podía hacer antes de la investidura de cualquier candidato sino en
lo que podría decidir más tarde si se convocaban unas nuevas elecciones.
Los socialistas intentaron engatusar a Garzón. A finales de abril le mostraron encuestas que le auguraban un futuro mejor si concurría en solitario y evitaba el acuerdo con Podemos. Unos meses antes, le habían ofrecido un sitio en el Gobierno de Pedro Sánchez (los famosos sillones tan de moda). Garzón no les hizo caso.
Tampoco atendió a las voces internas que le acusaban de entreguismo y
de desnaturalizar ideológicamente Izquierda Unida por su intención de
alcanzar un pacto con Podemos. En ese diagnóstico se unían
‘llamazaristas’ y ‘cayistas’, editorialistas de El Mundo y excargos de
Bankia. La mayoría de su partido le apoyó en la estrategia y, esta vez,
los dirigentes de Podemos sí estaban interesados en caminar junto a la
vieja izquierda. La larga marcha hacia la confluencia de Alberto Garzón
había terminado. “Faltaba él y le echábamos de menos”, dijo Ada Colau en
el acto electoral del sábado en Barcelona.
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