La victoria del
Partido Popular, en las elecciones generales de 1996, coincidió con el
inicio de un ciclo financiero expansivo, que se prolongó hasta 2007 y
que tuvo como correlato, un largo período de paz social. Sin embargo,
esa prosperidad resultó ser un espejismo, donde el endeudamiento
generalizado ocultaba el aumento de la desigualdad, la pobreza y la
temporalidad. Además, la desmovilización que siguió a la victoria
ideológica del neoliberalismo, deterioró aún más el tejido asociativo
del país.
La llegada de la crisis, en 2008, no hizo
sino acelerar dichas tendencias, provocando, de paso, que las
estructuras sindicales fueran percibidas como cómplices del deterioro de
las condiciones de vida y trabajo de la mayoría de la población. Así lo
señalan las encuestas realizadas al conjunto de la ciudadanía,
en las que las organizaciones sindicales aparecen como una de las
instituciones peor valoradas y también las que responden los
trabajadores asalariados que suspenden, igualmente, la labor realizada por los sindicatos en la empresa.
Dicho
desprestigio se refleja igualmente en la caída afiliativa, en el
envejecimiento acelerado de dicha afiliación (de casi 5 años desde el
2000) y en una mayor rotación (el 44,9% causa baja antes de tres años)
que revela el carácter instrumental de la vinculación con el sindicato.
Caída también del número de delegados, especialmente jóvenes, que el
sindicato achaca a un elevado nivel de desempleo y precariedad, aunque
debiera parecer obligado analizar por qué tiene que haber,
necesariamente, una menor intervención sindical cuando, precisamente,
las condiciones de los trabajadores son peores.
El
desprestigio de los sindicatos, no ha impedido, sin embargo, una oleada
de movilizaciones (Huelgas Generales, 15M, Marchas por la Dignidad),
alentadas por la propia emergencia social, que, sin embargo, no
consiguieron que se revirtiesen contrarreformas que han terminado por
provocar una catástrofe social: aumento del paro (50% de los jóvenes),
precarización del mercado laboral y deterioro del poder sindical en las
empresas.
Esa debilidad en la correlación de fuerzas,
que se traduce, por ejemplo, en una tendencia descendente desde el
inicio de la crisis, en el número de horas perdidas por huelgas, trajo
como consecuencia el desplazamiento progresivo de la resistencia, desde
los centros de trabajo a los espacios ciudadanos, en un proceso de
radicalización social, que se tradujo más tarde en radicalización
política, como prueba el giro a la izquierda en el auto posicionamiento
del electorado y el avance electoral de la suma de IU y Podemos.
La
radicalidad de la movilización se manifestó de forma más intensa en
sectores como sanidad y educación, que adoptaron formas de acción
influidas por el espíritu del 15M (Mareas), lo que explicaría el giro a
la izquierda en las EESS de la enseñanza pública, que CCOO, y por
supuesto UGT, no habrían sido capaces de cabalgar de forma generalizada.
Por
su parte, las direcciones confederales de CCOO y UGT, que habían
conseguido con las huelgas generales de 2010 y 2012 retomar su liderazgo
social, cuando constataron que la movilización no había logrado
debilitar la ofensiva neoliberal, volvieron a apostar por el modelo de
respetabilidad institucional y diálogo social. Sin embargo, la misma
brutalidad en la imposición de políticas regresivas de gobiernos
presionados por el poder económico, trajo consigo el fracaso del diálogo
social como marco para establecer políticas compartidas y equilibradas
frente a la crisis. De hecho, los últimos Gobiernos del PSOE y el PP han
legislado para favorecer la devaluación salarial, la destrucción de
empleo y el incremento de la desigualdad social.
Ha
sido el largo ciclo electoral de 2015 y 2016, el que ha terminado de
demostrar que el consenso social que salió de la Transición estaba
definitivamente roto, no sólo por la corrupción de las élites sino
también por la hartura de la ciudadanía con décadas de precarización, de
aumento de las desigualdades y de quiebra de las expectativas de un
futuro mejor (“No somos mercancía en manos de políticos y banqueros” se
decía en el 15M).
La crisis del régimen de la
Transición coincide, además, con una ruptura generacional, al repercutir
el capital financiero en los jóvenes el coste de la crisis, a la vez
que culpabilizaba a los trabajadores con derechos de tener condiciones
de “privilegio”, frente a aquellos a los que el propio capital se los
estaba negando.
Ha sido precisamente la hegemonía del
pensamiento neoliberal, la que ha provocado la ruptura entre ambos
colectivos. Las condiciones precarias en las que se insertan los jóvenes
están provocando que el trabajo pierda para ellos centralidad social, y
en consecuencia también la pierda el sindicalismo, que, sin embargo, no
es sustituido por otras formas de organización estable. La precariedad,
el miedo al desempleo y la represión patronal impiden a muchos jóvenes
sindicarse en organizaciones que, por otra parte, no han sabido
transformarse para acogerlos en las condiciones concretas en las que les
ha tocado socializarse.
Rota la identificación con un
proyecto del conjunto de la clase trabajadora, los jóvenes activistas
perciben a los sindicatos como estructuras que emanan del consenso del
78 y por ello como rémoras para la movilización. Hay que tener en cuenta
que no ha sido infrecuente que los sindicatos tolerasen la
precarización de las nuevas incorporaciones a la empresa, siempre que la
plantilla ya existente mantuviese sus condiciones salariales y de
estabilidad.
Como prueba de dicha ruptura podemos
constatar que la afiliación a los sindicatos se concentra entre quienes
tienen edades avanzadas, entre los trabajadores fijos y a jornada
completa. Sin embargo, la tasa de afiliación es escasa entre jóvenes,
precarios, inmigrantes, no cualificados, subcontratas y a tiempo
parcial.
El espacio en el que se organizan las
generaciones más jóvenes, en especial los hijos de trabajadores estables
con alto nivel de formación, ha sido ocupado por movimientos sociales
con una gran capacidad de reacción y movilización, pero grandes
dificultades para estructurarse de manera estable.
Esa
ruptura entre colectivos de una misma clase trabajadora tiene reflejo en
los propios resultados de las elecciones sindicales, donde crecen las
llamadas candidaturas de los “otros”, fruto, en parte, de la
fragmentación de la clase trabajadora (entre activos y parados,
funcionarios y laborales, fijos y precarios, empleados de la empresa
matriz y de las subcontratas, hombres y mujeres, españoles y
extranjeros). El menor sentimiento de pertenencia a un proyecto común
llevaría a algunos colectivos a distanciarse de los procesos sindicales o
a apoyar a sindicatos corporativos, que representarían lo más cercano,
en la pelea por repartirse un bien escaso.
A ese menor
sentimiento de pertenencia contribuiría que, una parte del movimiento
sindical y de la izquierda en general, haya creado un imaginario en el
cual” clase obrera” se identificaba con lo que sólo es una parte
reducida de la clase trabajadora: los obreros fabriles.
En
esas condiciones, el sindicato corre el riesgo de dejar de ser una
organización de clase, con un proyecto común para todos sus colectivos,
para pasar a ser una organización de defensa de determinadas fracciones
de trabajadores, precisamente las más estables y de mayor edad.
La
crisis de legitimidad que sufre el sindicato se ha manifestado, en el
interno de la Confederación, en la proliferación de Gestoras y
Direcciones Provisionales a lo largo y ancho del país, tal vez en un
intento de evitar que la desafección se convierta en oposición
organizada.
Además, el estrangulamiento económico de
CCOO, al que ha contribuido también la caída afiliativa, se ha traducido
en EREs en casi la totalidad de las estructuras y en el progresivo
cierre de los FOREM y de numerosas sedes de estructuras de base.
Esa
misma situación económica ha influido en la política de fusión entre
Federaciones, que sin embargo está produciendo efectos distintos a los
proclamados, ya que conlleva pérdida de efectivos en las estructuras más
cercanas a los trabajadores, mayor corporativismo y mayor poder de las
cúpulas de las grandes Federaciones, en detrimento del aspecto socio
político del sindicato.
Por otro lado, la afiliación se
ha visto sorprendida por escándalos como el de las tarjetas Black o los
complementos salariales de COMFIA, frente a los que la reacción fue
torpe y tardía.
En esas condiciones, de divorcio entre el
discurso y la práctica, tanto el código ético, que quiso responder, con
tanta rotundidad al escándalo de los sobresueldos a dirigentes de la
antigua federación de banca, que Ignacio F. Toxo aseguró que “CC OO se reinventa o se la lleva el viento de la historia”,
o la actual campaña por “repensar el sindicato”, impulsada por la
dirección confederal, pueden terminar pareciendo meras operaciones
estéticas.
Eso hace imprescindible la extensión de un
movimiento transversal, dentro del sindicato, que ponga en marcha un
proceso de regeneración democrática, frente a quienes podrían estar
deshaciendo el trabajo que la mayoría construye de forma esforzada y
honesta.
Todo esto sucede en pleno proceso de
empobrecimiento del país, condenado al subdesarrollo político, económico
y social, en la periferia de una Europa alemana, con un modelo en el
que sólo puede haber menos democracia y sindicatos en un papel
subalterno, en un círculo vicioso de derrota sindical, desprestigio
social, caída afiliativa, retrocesos electorales y dificultades para el
relevo generacional.
Es cierto que estos últimos tres
años, la ilusión creada por el proyecto de asalto a las instituciones,
tomó el relevo a la movilización social. Sin embargo, aunque la máquina
electoral pueda llegar a triunfar, en Grecia aprendimos que tener el
gobierno no significa tener el poder, y por lo tanto el sindicato debe
mantener la autonomía respecto a las instituciones.
Sin
embargo, ahora el escenario más previsible es el de una nueva recesión
que legitime las apremiantes exigencias de la Troika para nuevas vueltas
de tuerca al modelo social. En ese escenario, que los partidos del
Régimen están siempre dispuestos a consentir, el conflicto de clase sólo
puede acrecentarse, y eso abre la posibilidad de que, las generaciones
que en él se socialicen, puedan incorporarse al sindicalismo desde una
inserción conflictiva en la precariedad.
Justamente el
movimiento sindical francés ha optado por canalizar la explosividad
social como una vía posibilista para evitar su desaparición. Una opción
más realista que la de instalarse en la melancolía y esperar que, por sí
solos, los poderes económicos decidan restaurar un nuevo equilibrio, en
el que los sindicatos vuelvan a colocarse en el centro del terreno
juego. Porque la salida a la profunda crisis de legitimidad de la
Segunda Restauración dependerá mucho de la movilización social y sin
ella probablemente se impongan medidas regresivas y el triunfo de una
sociedad más desigual y con menos democracia.
Por eso,
en un momento de aceleración del tiempo histórico, parece imprescindible
debatir qué papel queremos que cumpla el sindicato. La izquierda
sindical, pero también la política y social, deberían apostar por un
sindicato combativo, como el mejor marco posible para establecer
alianzas entre los trabajadores estables y los trabajadores jóvenes y
precarios. Una alianza que pasa por construir identidades de clase
también en el ámbito local, en barrios y ciudades, impulsando igualmente
nuevos espacios de representación que integren a los trabajadores
subcontratados, de manera que se active una comunidad de intereses, que
pueda sindicalizar a los trabajadores más precarizados de una comunidad
de trabajo, y se impulsen, de forma prioritaria, iniciativas de reparto
del empleo, que puedan ser vistas como inclusivas por las generaciones
precarizadas.
Hay que debatir también que aportaría
CCOO a la construcción de una mayoría social que unifique a los
damnificados por la crisis. CCOO puede aportar, por ejemplo, muchos
miles de delegados, afiliados y dirigentes sindicales, que rompen el
bucle cuando se enfrentan al retroceso en derechos y condiciones de
vida, pegados a sus compañeros, porque, entonces sí, los trabajadores se
reconocen en ellos. Luchas contra los cierres y la deslocalización, o
por el derecho de huelga, sirven además como catalizador en las
relaciones entre sindicalismo y acción política (Coca-Cola o Airbus son
casos emblemáticos) El sindicato sería también el mejor marco para
establecer alianzas entre los colectivos de la clase trabajadora con
mayor nivel de instrucción (radicalizados al ver frustrados sus
proyectos de vida) y los grupos menos cualificados por el sistema
educativo.
El sindicato podría pues ser punto de
encuentro, parte de un tejido social denso, parte de lo que podría
empezar a ser la unidad popular por la base, y parte, también, de ese
marco simbólico del relato de unidad que necesita la clase trabajadora.
Pero
para empezar a recorrer ese camino se debe empezar por escuchar a los
trabajadores, apoyar las resistencias que se vayan organizando y, cuando
sea posible, generalizarlas, construyendo un discurso alternativo sobre
las causas y salidas de la crisis, que sitúe el conflicto
capital-trabajo en el centro del tablero, y la recuperación del empleo y
los derechos laborales como objetivo prioritario. Para así, apostando
por la movilización y por un relato alternativo, que confluya con la
izquierda social y política, empezar a empoderar a la clase trabajadora
en una expectativa de cambio.
César Arenas es profesor de secundaria y afiliado a CCOO.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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