Cuando el coronavirus hizo visibles los cuidados
Esta crisis de salud evidencia que es urgente
un replanteamiento social y público de cómo se mantienen las atenciones
necesarias para la reproducción de la vida
Laura Pérez Castaño
11/03/2020
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Hoy el señor Ortega Smith es una persona vulnerable. Contagiado por
el COVID-19, como ser humano que es, necesitará cuidados médicos.
Además, previsiblemente quedará unos días aislado en su casa, por lo que
necesitará a quien le haga la compra o quien directamente le prepare la
comida, quien le provea de ropa limpia, de enseres de uso cotidiano…
Servicios que, probablemente, el señor Ortega Smith no tenga ningún
problema en pagar de su propio bolsillo en caso de no disponer de
alguien que los realice de manera gratuita. Pero este no es el caso de
toda la población.
La llegada del coronavirus a nuestro país –y en particular
algunas de las medidas para contener su avance, como el cierre de
residencias y escuelas– ha puesto de manifiesto una preexistente crisis
de cuidados. Se dispara la necesidad de cuidados, ya sea por medidas
preventivas o por los aislamientos decididos por las autoridades
sanitarias para detener la expansión del virus. El hecho de que el
conjunto de la población pueda ser considerada “vulnerable” nos sitúa
ante un espejo; nos muestra que en España estamos lejos de tener
resuelta la necesidad social del cuidado. La cobertura pública tiene
serios límites y el sector privado sigue sin asumir la responsabilidad.
Resultado: un sector laboral precario, con pocos derechos, familias
sobrecargadas asumiendo los cuidados y una desigualdad de género que
afecta tanto en el ámbito remunerado como en la distribución en el
interior de las familias.
Esta situación excepcional nos recuerda que es necesario seguir
construyendo unos servicios públicos de calidad, con capacidad de
resiliencia, que se amplíen y se fortalezcan para dar cobertura a toda
la población cuando los necesite. Porque todas las personas necesitamos
cuidados en diversos momentos de la vida. El Estado tiene que hacer su
parte, pero también el sector privado y la población en general.
El trabajo remunerado ha de ser compatible con la vida. Tenemos que
caminar hacia jornadas laborales más cortas y que la flexibilidad y el
teletrabajo sean instrumentos para mejorar la conciliación, no para que
las empresas precaricen aún más nuestras vidas. La sociedad ya se está
implicando en la respuesta a la crisis: estos días, estudiantes
universitarios de Madrid se están ofreciendo espontáneamente para cuidar
a las criaturas de sus vecinos debido al cierre de centros educativos.
Pero esto no puede dejarse en manos de la espontaneidad y la
autoorganización social. La equitativa socialización de los cuidados
tiene que ser una prioridad política y económica, y las empresas tienen
que asumir su parte de responsabilidad, garantizando el derecho de las
trabajadoras y trabajadores a cuidar y ser cuidados, durante esta
emergencia sanitaria y siempre. Al contrario de lo que expresaba ayer
Foment del Treball –la patronal catalana–, este es un momento de ampliar
derechos, no de recortarlos.
De la economía feminista aprendimos que hay que reconocer que la
economía considerada productiva se sostiene en el trabajo del cuidado
(no reconocido ni remunerado) y, por tanto, se apuesta por sacarlo de la
invisibilidad. El coronavirus nos lo ha lanzado a la cara, a modo de
aprendizaje práctico. Y cruel también. Porque sacar de la invisibilidad
en este caso es reconocer que miles de personas mayores se encuentran
solas en su casa, vulnerables y sin todo el apoyo que precisan. O madres
precarias que no encuentran quién cuide a sus hijas para cumplir con
una jornada laboral a la que no quieren faltar por miedo a perder el
empleo. Por no hablar de los abuelos y las abuelas, esos tanques de amor
infinito a los que abocamos en muchas ocasiones –¡y me incluyo!– a una
jubilación de vuelta a la salida del cole, a la merienda y las dos horas
de parque en el mejor de los casos. Y a la lavadora, la plancha, la
fiambrera o los recados, en un escenario menos grato.
Por eso hay una única manera de salir de la crisis provocada por el
COVID-19, que parte del reconocimiento de la centralidad social del
cuidado: más y mejores servicios públicos y corresponsabilidad de
diferentes actores sociales en la provisión y la recepción del cuidado
de manera justa y digna. Este cambio de paradigma ha de tener una
perspectiva interseccional (las mujeres migrantes desempeñan una parte
desproporcionada del trabajo de cuidados en nuestro país) y promover el
empoderamiento de las personas proveedoras y de las receptoras del
cuidado.
El contagio del señor Ortega Smith debería hacerle ver que no es un
ser tan autónomo ni inmune como pensaba, sino una persona como las
demás, que no podría sobrevivir sin el cuidado de mucha gente (sobre
todo mujeres), ni ahora ni en muchos otros momentos de su vida. Sin todo
un sistema de servicios públicos sostenidos con mucha profesionalidad,
sin el esfuerzo de muchas personas que investigan, estudian, cocinan,
cuidan… sería imposible sostener la vida. Quizá él no haga esta
reflexión pero, como sociedad, la aparición del coronavirus nos recuerda
una crisis más antigua y más profunda: la del reparto y la provisión de
cuidados. Ya es hora de afrontarla con la misma decisión que estamos
haciendo frente a la epidemia.
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Laura Pérez Castaño es tenienta de Alcaldía de Derechos Sociales del Ayuntamiento de Barcelona.
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