LE
MONDE DIPLOMATIQUE en español
Año
XVI nº 195 Enero de 2012
Publicación
mensual.
DEFENDER
LA INALIENABILIDAD DE LOS
BIENES COMUNES
BIENES COMUNES
¿Cómo
se puede proteger la propiedad colectiva cuando, a fin de
"equilibrar" su presupuesto, los gobiernos sacrifican los
servicios públicos o dilapidan los recursos naturales? La noción de
"bienes comunes", forjada en el mundo anglosajón y
desarrollada en países con Estados poco centralizados como Italia,
propone superar la antinomia entre propiedad pública y propiedad
privada.
Por
UGO MATTEI
Cuando
un Estado privatiza una vía de ferrocarril, una línea de transporte
aéreo o un hospital, cuando cede la distribución de agua potable o
vende universidades, expropia a la comunidad de una parte de sus
bienes; una expropiación simétrica a la que realiza sobre la
propiedad privada cuando desea construir un camino o alguna otra obra
pública. En un proceso de privatización, el gobierno vende algo que
no le pertenece, sino que pertenece proporcionalmente a cada uno de
los miembros de la comunidad, de la misma manera que cuando se
apropia de un campo para construir una autopista, adquiere mediante
la coerción una propiedad que no es suya. Es decir, que toda
privatización decidida por la autoridad pública -representada por
el gobierno de turno- priva a cada ciudadano de su cuota parte del
bien común, exactamente como en el caso de una expropiación de un
bien privado. Pero con una diferencia importante: la tradición
constitucional liberal protege al propietario privado del Estado
constructor, instituyendo la indemnización por expropiación,
mientras que ninguna disposición jurídica -y menos aún
constitucional- ofrece ninguna protección del Estado neoliberal
cuando éste traslada al sector privado los bienes de la
colectividad. Debido a la evolución actual de la relación de
fuerzas entre los Estados y las grandes empresas transnacionales,
esta asimetría representa un anacronismo jurídico y político. La
misma irresponsabilidad constitucional autoriza a los gobiernos de turno a vender libremente el bien de todos para financiar su política
económica. Nos hace olvidar que los poderes políticos deberían
ponerse al servicio del pueblo soberano, y no a la inversa. En efecto, el sirviente (el
gobierno) debe poder disponer de bienes de sus mandatarios (los
ciudadanos) para cumplir correctamente su servicio; pero su papel es
el de un administrador de confianza, no el de un propietario libre de
abusar de su patrimonio. Porque una vez enajenados, maltratados o
destruidos, los bienes comunes dejan de existir para la colectividad.
No son reproducibles y difícilmente sean recuperables, tanto para la
generación presente -en el caso de que se dé cuenta de que ha
escogido mayoritariamente a un sirviente malvado- como para las qué
vienen, a las cuales ni siquiera se les puede reprochar una elección
que no hizo. La cuestión de los bienes comunes pasa primero por una
forma constitucional, ya que es en las constituciones donde los
sistemas políticos fijan las decisiones de largo plazo que quieren
sustraer de la arbitrariedad de los gobiernos sucesivos (1).
Relaciones
Estado y sector privado
A
sí pues, es importante desarrollar una elaboración teórica,
acompañada por una defensa militante, que trate los "bienes
comunes" como una categoría con autonomía jurídica que
constituya una solución de recambio, tanto para la propiedad privada
como para la propiedad pública (2). Esta tarea se revela más
necesaria en la medida en que el sirviente padece hoy el vicio mortal
del juego (el crédito, más que el impuesto, financia sus
actividades), lo cual lo ha hecho caer en manos de usureros
claramente más fuertes
que
él. En la aplastante mayoría de los Estados, en efecto, el
gobierno, sometido por muchos canales a los intereses financieros
globales, liquida los bienes comunes por fuera de todo control, y
ofrece como explicación la necesidad de pagar sus deudas de juego.
Esta lógica enmascara como natural y obligatorio un estado de cosas
que en realidad resulta de elecciones políticas constantes y
deliberadas. La conciencia de los bienes comunes, es decir el hecho
de ver en ellos instrumentos para la satisfacción de las necesidades
y derechos fundamentales de la colectividad, no es algo que se decida
en los papeles (3). Se forma en el marco de las luchas a menudo derrotas pero siempre emancipaciones que
se llevan adelante para defenderlos en el mundo entero. En muchos casos, los verdaderos enemigos son
justamente esos Estados que deberían ser sus fieles guardianes. Así,
la expropiación de los bienes comunes a favor de los intereses
privados -multinacionales, por ejemplo- a menudo es obra de gobiernos
ubicados en una posición decreciente dependencia (y por lo tanto, de
debilidad) con respecto a las empresas que les dictan políticas de
privatización, de consumo del territorio y de explotación. Desde
este punto de vista, la situación de Grecia e Irlanda es
particularmente emblemática. La tradición occidental moderna se
desarrolló en el marco de la dialéctica Estado-propiedad privada,
en un momento histórico en que sólo esta última parecía necesitar
protección frente a gobiernos autoritarios y omnipotentes. De ahí
provienen las garantías constitucionales que son la utilidad
pública, el ámbito reservado a la ley (que le garantiza al
legislador el monopolio de ciertas cuestiones, si se excluyen las
intervenciones de otros poderes del Estado en forma de decretos o
regulaciones) y la indemnización. Pero ahora que la relación de
fuerza entre Estado y sector privado ha evolucionado, la propiedad
pública también necesita protecciones y garantías a largo plazo.
Pero he aquí que éstas son difíciles de concebir dentro del marco
tradicional, que restringe la cosa pública al Estado. Por eso la
protección liberal clásica de la intimidad con relación al Estado
ya no basta. La conciencia política de la expropiación o del saqueo
de los bienes comunes en el marco de las luchas actuales (por el
agua, la universidad pública, la alimentación, contra las grandes
obras que degradan los territorios) emerge a menudo de manera difusa,
sin por ello desembocar en la elaboración de nuevas herramientas
teóricas capaces de representar dicha conciencia y de indicar una
dirección común para esas movilizaciones. La categoría de los
bienes comunes es llamada a cumplir esta nueva función
constitucional de protección dé lo público frente al Estado
neoliberal y el poder privado.
Esta
noción dio un salto cualitativo cuándo; en 2009, la economista
norteamericana Elinor Ostrom recibió
el
premio Nobel de Economía por sus trabajos sobre los commons,
y en particular por su libro La gobernanza dé los bienes comunes
(4). La especialista se convirtió incluso en una "palabra
clave" del paisaje internacional. No obstante, esta consagración
borró ampliamente su potencial crítico. En la comunidad científica,
la obra de Ostrom no se tradujo en un reconocimiento pleno y entero
de las consecuencias revolucionarias de la publicación en posición
central de los bienes comunes entre las categorías de lo jurídico y
lo político. La "tragedia de los bienes comunes" (5) -idea
según la cual el libre acceso de los individuos a los recursos
comunes provoca su sobreexplotación y amenaza su existencia- también
llevó a la corriente universitaria dominante a considerarlo común
como el lugar del no derecho por excelencia. Desde esta óptica, un
gran número de economistas y especialistas de las ciencias sociales
acabaron fundando sus teorías sobre la imagen de una persona que,
invitada a un almuerzo donde hay disponible gran cantidad de comida,
se abalanza sobre ella, procurando así maximizar la suma de calorías
que puede almacenar a costa de los demás. El Homo
economicus
glotón consumiría el máximo de alimento en un mínimo del tiempo.
Ostrom mostró hasta qué punto este modelo de comportamiento falla
al intentar describir la relación entre el hombre de carne y hueso y
el mundo real. No obstante, no sacó ninguna consecuencia política
del hecho de que el modelo describe bastante bien las conductas de
las dos instituciones más importantes que rigen nuestro mundo. En
efecto, tanto la empresa como el Estado neoliberal tienden a actuar,
frente a los bienes comunes, exactamente como el glotón invitado al
almuerzo: procuran adquirir el máximo de recursos a costa de los
demás. Impulsados por el interés de los ejecutivos y los
accionistas en un caso, y de la nación y los dirigentes políticos
en el otro, adoptan comportamientos miopes y egoístas, que la
mayoría de las veces esconden detrás de una espesa niebla
ideológica. Una vez dentro de la corriente académica y científica
dominante, el discurso sobre el bien común corre el riesgo de
convertirse en uno de los registros de moda de la postcrisis, como la
"sostenibilidad" o la "economía verde". Las
generaciones que sucedieron a la "revolución científica",
en efecto, encontraron el modo de abrir una caja fuerte donde había
guardadas inmensas fortunas que las generaciones anteriores no sabían
que tenían, y no sabían cómo explotar (6). La primera modernidad
(siglos XVI-XVIII), a través de la alianza entre el derecho, la
técnica y la economía, forjó un imaginario que presenta como
"ciencia" el hecho de sacar provecho –derrochándolas- de
las riquezas contenidas en esa caja fuerte (carbón, petróleo, gas,
agua dulce profunda), recursos naturales que no podemos producir y
que no se reproducen naturalmente, salvo a lo largo de millones de
años. Sobre este imaginario se funda esta ciencia de la explotación
rápida y eficaz del tesoro que, desde hace trescientos años,
llamamos economía. En la mentalidad moderna, explotar bienes comunes
-mediante un consumo que inevitablemente desemboca en su
privatización a favor de los que consiguen explotarlos y
aprovecharlos más eficazmente- se considera natural. El proceso de
acumulación llama a la mercantilización, cuyos supuestos son la
moneda, la propiedad privada del suelo y el trabajo asalariado,
invenciones humanas que desvían hacia fines comerciales ciertos
valores cualitativos únicos y no reproducibles, como la tierra, el
tiempo de vida y el intercambio cualitativo. Karl Marx describió el
proceso de acumulación primitiva -en particular, la expoliación de
las tierras comunes en Inglaterra, en el siglo XVI- como la etapa
inicial del desarrollo capitalista, que permitió el avance de un
capital suficiente para impulsar la revolución industrial. No
obstante, podríamos extender la definición y considerar que la
acumulación primitiva mediante la conquista de los bienes también
engloba la privatización de lo que ha sido edificado en común
gracias al sistema de contribuciones, fruto del trabajo de todos:
transportes y servicios públicos, telecomunicaciones, mantenimiento
urbano, bienes culturales y paisajísticos, escuelas (y más
ampliamente todo lo que tiene que ver con la cultura y el
conocimiento), hospitales; en resumen, todas las estructuras que
rigen la vida social, hasta la defensa y las cárceles (7). Un cambio
general de sensibilidad, que podría convertir el bien común en
la
perspectiva central, sentaría las bases para un profundo cambio que
se desarrollaría en el plano técnico-jurídico. Se trata, pues, de
develar, denunciar y superar la paradoja heredada de la tradición
constitucional liberal: la de una propiedad privada más protegida
que la propiedad común.
(1)
Esta protección, que es necesaria, no por ello es menos frágil. En
Francia, la "constitucionalización" de los monopolios de
los servicios públicos, en 1946, no impidió formas posteriores de
desmantelamiento.
(2)
Michael Hardt y Antonio Negri, Commonwealth, Harvard University
Press, 2009.
(3)
Ugo Mattel y Laura Nader, Plunder. When
the Rule of Law is illegal, Blackwell, Oxford, 2008.
(4)
El gobierno de los bienes comunes, Fondo de Cultura Económica, UNAM,
CRIM, México, 1990.
(5)
Garrett Hardin, "The Tragedy of the Commons" Science, vol.
162, n° 3859, Washington, diciembre de 1968.
(6)
Cario M. CipolIa, The Economic History of Wortd Population, Penguin,
Londres, 1962.
(7) Elisabetta Grande, // terzo strike, Sellerio, Palermo, 2007. Cf. también las reflexiones de David Harvey sobre la "acumulación por desposesión" en El nuevo imperialismo, Akal, Madrid, 2004.
(7) Elisabetta Grande, // terzo strike, Sellerio, Palermo, 2007. Cf. también las reflexiones de David Harvey sobre la "acumulación por desposesión" en El nuevo imperialismo, Akal, Madrid, 2004.
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