Una larga pero interesante entrevista publicada en el portal Rebelión
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Entrevista a Fréderic Lordon, director de investigación del CNRS e investigador del Centro de Sociología Europeo (CSE)
«Estamos asistiendo al hundimiento de un mundo, están a punto de desatarse fuerzas inmensas»
www.revuedeslivres.fr
Traducido para Rebelión por Caty R. y Beatriz Morales Bastos |
Fréderic
Lordon es economista, director de investigación del CNRS e investigador
del Centro de Sociología Europeo (CSE). Sus últimas obras son D’un retournement l’autre. Comédie sérieuse sur la crise financiare. En Quatre actes, et en alexandrins (Seuil, 2011), Capitalisme, désir et servitude. Marx et Spinoza (la Fabrique, 2010) y L’Intérêt souverain. Essai d’anthropologie économique (La Découverte, 2011).
La versión
original (en francés) de este texto ha sido publicada en RdL, la Revue des
Livres n° 3 (enero-febreeo 2012) y es accesible en www.revuedeslivres.fr
En
esta gran entrevista, Fréderic Lordon expone sus comentarios y análisis
de la actual crisis económica y sus orígenes. Con tono mordaz y una
visión rigurosa repasa las causas y efectos de la crisis y además
comenta el tratamiento de la Economía
por parte de los medios de comunicación, el lugar que ocupa en el
ámbito universitario y la eventual salida del euro. Mientras doblan las
campanas por el proyecto neoliberal, nos dice, la actualidad es una
oportunidad única de un cambio profundo: un mundo se derrumba ante
nuestros ojos.
¿Qué
pasa? ¿Qué está ocurriendo ante nuestros ojos desde hace treinta años,
desde 2008, desde hace unos meses, desde hace unas semanas?
Es
una lección histórica. Debemos abrir bien los ojos, no suele darse la
oportunidad de ver algo parecido. Asistimos al derrumbamiento de un
mundo que se convertirá en escombros.
La
historia económica, en particular la que ha optado por no dejarse
limitar totalmente –hablo de autores como Kindleberger, Minsky o
Galbraith- ha reflexionado desde hace mucho tiempo sobre el inmenso
poder destructivo de la finanza liberal que necesitaba poderosos
intereses –obviamente fabricados- de ceguera histórica para colocar en
los raíles ese tren de las finanzas que ya ha causado tantos desastres;
como sabemos, en Francia fue la izquierda que gobernó la que se encargó.
De modo que a la vista de las lecciones de la historia, desde el primer
momento de la desregulación se podía anunciar la perspectiva de una
inmensa catástrofe, aunque sin saber dónde, cuándo o cómo se produciría
exactamente. Dicha catástrofe ha tardado 20 años en sobrevenir. Pero
aquí está. Sin embargo hay que señalar que un escenario que algunos
habían previsto a largo plazo consideraba la hipótesis de una sucesión
de crisis financieras graves, que se recuperarían pero sin resolver
ninguna de las contradicciones fundamentales del mercado de las
finanzas, en un orden de gravedad creciente hasta llegar a «la madre de
todas las crisis».
Según
ese esquema, la primera crisis de la serie no tardó ni un año en
manifestarse ya que el gran crac bursátil se produjo en 1987… después
del big bang de 1986. Luego las crisis se sucedieron con una
frecuencia media de tres años. Y llegamos a 2007. No fue 2007 y tampoco
en 2010. Es ahora cuando el discurso liberal no hace más que presionar
para hacernos tragar la idea de una crisis de las deudas públicas
totalmente autónoma, en principio europea, imputable a una fatalidad
esencial de la indigencia del Estado. Pero obviamente el hecho generador
fue la crisis de las finanzas privadas que se desencadenó en Estados
Unidos, que por otra parte fue una expresión típica de las
contradicciones de lo que podríamos denominar, simplemente, el
capitalismo de baja presión salarial en el que la doble limitación de la
rentabilidad accionarial y de la competencia del libre cambio lleva a
los salarios a una compresión continua y no deja otra solución a la
solvencia de la demanda final que el sobreendeudamiento de los hogares.
Esa configuración es la que explotó en el sector particular de los créditos hipotecarios (más conocidos como subprimes) y
en un año desestabilizó todo el sistema financiero estadounidense y
después, interconexiones bancarias obligan, el europeo, hasta el
«momento Lehman», donde llegamos al borde del precipicio y hubo que
salvar a los bancos. Y digo que «hubo que salvar a los bancos» porque la
ruina completa del sistema bancario nos habría llevado en cinco días,
en el aspecto económico, al «estado de naturaleza». ¡Pero no se trataba
de de salvarlos y después nada! Sin embargo es lo que han hecho todos
los gobiernos conformándose, a partir de 2009, con anunciar proyectos de
volver a la regulación en los que el tono marcial disputa con la
inocuidad. Tres años después la vuelta a la regulación financiera no ha
pasado de una etapa vacilante –lo cual es muy lamentable, ya que el
sistema financiero es todavía más vulnerable que en 2007 y tenemos una
crisis muy superior… Mientras tanto los banqueros rescatados juran que
no deben nada a la sociedad con el pretexto de que la mayoría de ellos
han reembolsado las ayudas de emergencia que recibieron en el otoño de
2008. Naturalmente, para restablecer su conciencia al mismo tiempo que
sus balances financieros, fingen ignorar la amplitud de la recesión que
el choque financiero dejo tras él. Un choque financiero del que
vinieron, en una primera etapa, el hundimiento de los ingresos fiscales,
el recorte automático de los gastos sociales, el crecimiento del
déficit y la explosión de las deudas. Y después, en una segunda etapa,
los planes de austeridad… ¡Exigidos por los mismos financieros a los que
se acababa de rescatar a costa del Estado!
Así
pues, desde 2010 y el estallido de la crisis griega, las finanzas
supervivientes masacran los títulos soberanos en los mercados mientras
que el mundo financiero habría fallecido si los Estados no
se hubieran sangrado para rescatarlo de la nada. Es tan colosal que casi
es hermoso… Para rematar la faena, los mercados exigen a los Estados –y
por supuesto lo consiguen- políticas restrictivas coordinadas que
tienen el mérito de llevar a un resultado exactamente opuesto al que
presuntamente se busca: la restricción generalizada es tal que los
ingresos fiscales se hunden tan rápido como se recortan los gastos, y
finalmente las deudas crecen… Pero la austeridad no es mala para todo el
mundo: su excusa perfecta «el problema de las deudas públicas» permite a
la agenda neoliberal acumular progresos espectaculares impensables en
cualquiera otra circunstancia.
Ya
lo hemos entendido, la lección no es tanto económica como política. Por
otra parte es tan sustanciosa que no se sabe por dónde agarrarla. Por
una parte tenemos la extraordinaria posición de poder conquistada por la
industria financiera, que puede obligar a los poderes públicos a
socorrerla y después puede volverse contra dichos poderes públicos
especulando con las deudas soberanas, y para remate rechazar cualquier
tipo de regulación seria. Por otra parte está la fuerza de la agenda
neoliberal que, inflexible, sigue su camino en medio de las ruinas que
ha producido: El neoliberalismo nunca ha conocido un avance tan
prodigioso como este gracias… a su crisis histórica, el estallido de las
deudas públicas que ha creado una oportunidad formidable y sin
precedentes para desmantelar el Estado social por medio de los planes de
austeridad y el «pacto del euro». Por todas partes solo se ven grandes
regresiones. Finalmente, y quizá sobre todo, está la crisis histórica de
la soberanía, atacada por dos flancos. Por un lado por los mercados
financieros, porque ahora ya es obvio que las políticas públicas no se
conducen (solo) según los intereses legítimos del cuerpo social, sino
según las conminaciones de los acreedores internacionales convertidos en
un «cuerpo social competidor», tercer intruso del contrato social que
ha eliminado de manera espectacular a una de las partes. Y por otro lado
el ataque de la construcción europea, porque «en buena lógica» es
necesario reconducir y profundizar en eso que ya se ha demostrado
convenientemente tóxico: un tipo de modelo europeo que somete las
políticas económicas nacionales por una parte a la tutela de los
mercados de capitales y por otro lado a un mecanismo de reglas cuyo
endurecimiento está conduciendo al despojo absoluto de las soberanías en
beneficio de un cuerpo de controladores (la Comisión)
u obligaciones constitucionales («reglas de oro») de las que solo hay
que ver la depresión en la que nos han hundido desde que se vienen
aplicando en 2008 y en la que nos seguimos hundiendo sin remedio…
Pero
quizá la auténtica lección empiece ahora que están a punto de
desencadenarse fuerzas enormes. Si como se podía presentir desde 2010
cuando se lanzaron los planes de austeridad coordinados, el fracaso
macroeconómico anunciado conduce a una oleada de bancarrotas soberanas,
el hundimiento bancario que seguirá inmediatamente (o que precederá, por
un efecto de anticipación de los inversores) será, al contrario del de
2008, irrecuperable, en cualquier caso para los Estados, que
financieramente ya están rendidos; solo quedará la alternativa de una
emisión monetaria masiva o el estallido de la Eurozona
si el Banco Central Europeo (y Alemania) rechazan la primera solución,
En una semana cambiaremos literalmente de mundo y podrían ocurrir cosas
insólitas: restauración de los controles de capitales, nacionalizaciones
inmediatas e incluso expropiación de los bancos, restablecimiento de
los bancos centrales nacionales –esta última medida firmaría, por sí
misma, la desaparición de la moneda única-, la salida de Alemania
(seguida por algunos satélites), la constitución de un eventual bloque
«sureuropeo», o bien el regreso de las monedas nacionales.
¿Cuándo
sobrevendrá esta conflagración? Nadie puede decirlo con certeza. No
podemos excluir que una cumbre europea consiga por fin golpear lo
suficiente para calmar por un momento la especulación. Pero el tiempo
ganado no impedirá que la macroeconomía haga su trabajo: cuando se
imponga, de aquí a seis o doce meses, la evidencia de una recesión
general como resultado de la austeridad generalizada y los inversores
vean que sube sin parar la marea de las deudas públicas que
presuntamente deberían frenar las políticas restrictivas, la conciencia
del atolladero absoluto que aparecerá en ese momento conducirá a los
propios operadores a declarar una «capitulación», es decir, una
avalancha masiva fuera de los compartimentos obligatorios y, por efecto
del mecanismo de propagación cuyo secreto posee la finanza liberalizada,
una dislocación total de los mercados de capitales en todos los
sectores.
Y
durante ese tiempo las tensiones políticas se acumularán, ¿hasta un
punto de ruptura? Como en el caso de todos los umbrales críticos del
mundo social histórico, no sabemos previamente dónde se encuentra ni qué
es lo que determinará que lo franqueemos. Lo único cierto es que el
despojo generalizado de la soberanía (por parte del mundo financiero y
de la Europa
neoliberal) actúa profundamente en los cuerpos sociales y necesariamente
sobrevendrá algo, no sabemos qué. Lo mejor o lo peor. Percibimos
claramente que habría material para reescribir una versión actualizada
de La gran transformación de Karl Polanyi, recuperando la idea de
que los cuerpos sociales atacados por el liberalismo siempre acaban
reaccionando, y a veces de forma brutal, en proporción a lo que
previamente han padecido y «acumulado». En este caso no se trata tanto
de la descomposición individualista derivada de la mercantilización de
la tierra, el trabajo y la moneda lo que podría suscitar esa reacción
violenta, como del insulto repetido al principio de soberanía como
elemento fundamental de la política moderna. No se puede dejar a los
pueblos de forma permanente sin su soberanía, nacional u otra, porque la
recuperarán por la fuerza y de una forma poco agradable a la vista.
La «crisis de la deuda» en primer lugar es una crisis de la Eurozona,
en la que los desequilibrios se acumulaban, y que la crisis financiera
ha desestabilizado. Por lo tanto se trata de una crisis monetaria aún
latente (ya que el euro todavía no se ha dividido ni ha estallado) pero
obvia. El probable hundimiento del euro podría tomar diversas formas:
una forma atenuada con la creación de dos zonas monetarias –según un
reparto entre el norte y el sur (incluida Francia) o entre el centro
(incluida Francia) y la periferia- o una forma más dramática, con la
pulverización del euro y la vuelta a diecisiete monedas nacionales. Al
ser la moneda una construcción política, la cuestión que se plantea es
de orden político: ¿en qué condiciones (políticas) ese hundimiento
podría evitar el triunfo de los sentimientos nacionalistas y xenófobos
y, al contrario, favorecer el acercamiento de los pueblos (o algunos de
ellos) para crear nuevas construcciones (monetarias, financieras,
presupuestarias, políticas…) solidarias? Si en la actualidad es probable
la salida del euro, ¿cómo salir bien?
En
primer lugar me siento muy tentado a repetir los propios términos de la
cuestión para señalar la paradoja de que lo que se denomina
concretamente «crisis del euro» no es en primer lugar una crisis
monetaria. Una de las particularidades de los sucesos actuales es el
hecho de que la moneda europea no es objeto de ningún rechazo, ni por
parte de los residentes de la zona ni de los inversores internacionales,
como lo demuestra el hecho de que la paridad entre el euro y el dólar
se mantiene sin apenas fluctuaciones. En cualquier caso tenemos el hecho
de que (de momento) no existe una huida hacia delante del euro, ni
interna ni externa. Y si se diera solo sería el desarrollo terminal de
una crisis cuya naturaleza real es otra. Pero si no es una crisis estrictamente monetaria, ¿entonces qué es?
La
respuesta es que se trata de una crisis institucional. Es el marco
institucional de la moneda única, como una comunidad de políticas
económicas, el que corre el riesgo de volar en pedazos tras las crisis
financieras que tienen como epicentros las deudas públicas y los bancos.
Si explota el euro, será a continuación de bancarrotas soberanas tales
que arrastrarán inmediatamente a un hundimiento bancario –a menos que
este se produzca en solitario por pura y simple anticipación de los
primeros-. En cualquier caso, el centro del asunto será una vez más el
sistema bancario y la imposibilidad de dejarlo que se arruine sin
emprender el proceso de otra forma, una propuesta en la que hay que
repetir sin descanso que el rescate no puede equivaler a «encarrilarlos y
ponerlos en marcha para que sigan andando»; aprovecho para añadir que
después de haberme dado mucho miedo durante mucho tiempo, la perspectiva
de este hundimiento cada vez me parece más agradable, ya que por fin
crearía la oportunidad en primer lugar de nacionalizar íntegramente el
sector bancario, simplemente haciéndose cargo de él, y después
reconvertirlo en el sentido de un «sistema de crédito socializado» (1).
Así,
si nos ubicamos en la hipótesis del hundimiento bancario, la cuestión
es saber cuál es, en ausencia de los Estados arruinados, la institución
capaz de organizar la recuperación financiera de los bancos para que
recobren su actividad de suministradores de crédito. En esta
configuración, solo tenemos una: el Banco Central Europeo, que no solo
deberá garantizar un apoyo de liquidez (que ya es el caso) sino también
desembarazar a las entidades de sus activos desvalorizados,
recapitalizarlas y finalmente garantizar los depósitos y los ahorros. No
hace falta decir que a escala de todo el sector bancario es una
operación de creación monetaria masiva que habría que aceptar. ¿Está
preparado el BCE? Bajo la influencia alemana es de temer que no. Sin
embargo la urgencia extrema de restaurar íntegramente los fondos
públicos y de restablecer el sistema de pagos exigirá una actuación
inmediata. Es decir, que dar largas al asunto con las «conversaciones
con nuestros amigos alemanes» o volver a negociar un tratado hace mucho
tiempo que han desaparecido de la lista de las soluciones pertinentes.
Frente
a lo que debemos identificar claramente como retos vitales para el
cuerpo social, un Estado enfrentado a una negativa del BCE tomaría
inmediatamente la decisión de recuperar su propio banco central nacional
para que emitiera moneda en cantidad suficiente y reconstruir
rápidamente un pedazo del sistema bancario en condiciones de operar. Al
surgir entonces en el corazón de la Eurozona
una o varias fuentes de emisión de moneda fuera de control, es decir,
la creación de euros «impuros» susceptibles de corromper los euros
«puros» que solo el BCE tiene el privilegio de emitir, Alemania, con el
Tribunal Constitucional de Karlsruhe al frente, decretaría
inmediatamente la imposibilidad de permanecer en semejante «unión»
monetaria convertida en una anarquía y la abandonaría a su suerte,
probablemente para rehacer un bloque con algunos seguidores
seleccionados escrupulosamente (Austria, Países Bajos, Finlandia,
Luxemburgo). En cuanto a las demás naciones, tendrían que elegir entre
reconstruir un bloque alternativo o bien regresar cada una a su propio
destino monetario, Francia, por su parte, removiendo cielo y tierra para
embarcarse con Alemania… sin la menor garantía de que la aceptase a
bordo…
¿Ese estallido podría desatar el resurgimiento de los nacionalismos? Este es el eterno argumento de los amigos de la Europa
liberal y de la globalización: la situación actual o la guerra. Se
podría empezar haciéndoles observar que la situación del continente
entre 1945 y 1985, que cualquier prueba a ciegas les haría considerarla
como el infierno económico en la tierra (proteccionismo, monedas
nacionales, soberanías independientes, nacionalizaciones –en particular
de los bancos-) fue de las más pacíficas con respecto a las inquietudes
por las que fingen preocuparse. Siguiendo esta vertiente, también se
podría señalar, con un argumento contrario, que los nacionalismos,
separatismos y extremismos de derecha nunca se han llevado tan bien como
desde que los países están sometidos a la férula de la globalización
liberal.
Lo
que quiero decir en realidad es muy simple: hay ciertas formas de
«internacionalismo» que son las peores enemigas del internacionalismo
auténtico. Porque es innegable que el hecho de maltratar, bajo la enseña
de la gran integración económica mundial, a los cuerpos sociales como
lo ha hecho la globalización actual, en primer lugar con el discurso de
la «evidencia» cosmopolita de la nueva oligarquía, acompañada de su
desprecio moralizador por los «tibios» y «replegados sobre sí mismos»,
es la manera más segura de enfurecer a la gente. Cuando objetivamente se
ubica a los trabajadores de un país en situación de antagonismo, por
ejemplo por la ferocidad de las diversas formas de la competitividad
(comercial o de los territorios por los estándares sociales), realmente
hace falta un candor internacionalista (por no decir una estupidez
supina) por parte de los intelectuales para impartir lecciones sobre los
esplendorosos horizontes del cosmopolitismo. Y es inútil apelar al
sentido de la solidaridad internacional cuando las condiciones concretas
del «internacionalismo» actual han destruido metódicamente dicha
solidaridad. Como todo lo demás, el internacionalismo y la superación de
los nacionalismos necesitan sus posibilidades que son, en primer lugar,
materiales. Por los menos tu pregunta plantea el problema en sus
términos pertinentes: los términos de la constitución y la composición
(positiva o negativa) de las afinidades. Existen sentimientos comunes de
pertenencia nacional, y a ese respecto es mejor atenerse a la lección
de Spinoza: ni lamentar ni detestar, sino comprender. Y también existen
posibles sentimientos comunes de clase. Siempre se trata de la misma
cuestión, la de las divisiones, por sectores o transversales, según los
cuales se constituyen las agrupaciones. Cuando los últimos prevalecieron
sobre los primeros pudo aparecer, en efecto, la Primera Internacional.
¿Pero
cuáles son las condiciones de esa prevalencia? Creo que no hay una
respuesta general a esa pregunta. Hablo solo de las afinidades presentes
en la coyuntura considerada. Si por ejemplo observamos la cuestión en
el ámbito general de la globalización, podríamos decir que la dinámica
laboral ascendente de los chinos suscita en los trabajadores mucho
interés en la continuación de un régimen de crecimiento dependiente por
ahora de las exportaciones. Y más ampliamente, por lo tanto, los empuja a
un régimen no cooperativo del comercio internacional.
Para
que el sentimiento común supere el arrastre de las afinidades
nacionales y nazca el sentimiento de una solidaridad de clase que pueda
agrupar a los trabajadores de diversos países, sin duda será necesario
sacarlos de la relación de antagonismo objetivamente configurada por las
estructuras económicas presentes que las fija a los intereses
respectivos sin ninguna perspectiva de su superación espontánea. En
primer lugar porque los agentes siempre siguen únicamente sus líneas de
interés, y pedirles que se salgan de ellas es una quimera si no se les
proponen intereses de sustitución.
Solidaridad
solo es otro nombre de un alineamiento o una compatibilidad de
intereses –donde la noción amplia de interés no se refiere
exclusivamente a los intereses materiales, aunque también los incluye-
Así, tiendo a pensar que un régimen de proteccionismo moderado que
crearía en la economía china incitaciones a caminar más deprisa hacia un
régimen de crecimiento «autocentrado», arrastrado por la creación de un
mercado interior, haría mucho más por los trabajadores chinos y por la
posibilidad de solidaridades salariales internacionales que todos los
llamamientos moralistas a las virtudes del nacionalismo abstracto.
Porque ese es el drama de esa idea «internacionalista»: me pregunto si
se puede decir lo que decía Deleuze de los Derechos Humanos: «Es un gran
concepto, ¡tan grande como un solar!». Su carácter abstracto le condena
a la categoría de lo que Spinoza denomina «ideas generales», un ente
imaginario que flota en el aire sin ningún anclaje en situaciones
históricas concretas. Y cada vez más, la discusión internacionalista
separada las afinidades particulares me parece un perfecto sinsentido.
¿Qué
señala entonces el diagnóstico europeo actual? Que nada impide a priori
pensar en la creación de una unión monetaria… siempre que no se le de
la peor configuración posible, ¡la de Maastricht-Lisboa! Para todas las
convulsiones que seguirán, el estallido del euro al menos tendrá el
mérito de librarnos de ese flagelo institucional y volver a crear las
condiciones de una construcción alternativa. ¿Se aprovechará la
oportunidad? Y si es así, ¿quién la aprovechará? Lo único que se puede
decir es que la salida de Alemania eliminaría la dificultad principal,
la que procede de haber sometido todo a la construcción de las
obsesiones idiosincrásicas de uno solo –otra vez una
cuestión de sentimientos colectivos y su compatibilidad-, a la que
siguieron la independencia del Banco Central, la exposición por
principio de las políticas económicas a los mercados de capitales y su
encuadre en normas automáticas antidemocráticas. Hoy vemos que en ese
marco institucional la moneda europea, no la idea de una moneda europea
en sí misma, ha terminado resultando trágicamente odiosa a los pueblos,
¡con razón! Por poco que se proponga un encuadre institucional que evite
el maltrato económico y político del euro, una nueva moneda europea
podría nacer, en principio en la propia estela de la anterior. Si se
piensa, la tarea es muy simple –se deduce de la inversión radical de las
características del euro actual- y que tenga como única directriz el
respeto escrupuloso al principio de soberanía. En resumen:
1)
Excluir a los mercados financieros de la financiación de los déficit
públicos, es decir, su intrusismo en el contrato social y su capacidad
de fracturarlo.
2)
Eliminación de las reglas automáticas de las políticas económicas y
restitución de las instituciones políticas unificadas completamente
soberanas.
3) Anular el estatuto de independencia del Banco Central y restituirlo al perímetro de la soberanía democrática.
¿Y
si no encontramos la voluntad política para semejante reconstrucción ni
dinámicas comunes para apoyarla? Entonces obviamente volveremos a las
monedas nacionales, hecho que hay que calificar justamente: no como una
catástrofe nacionalista real, sino como una ocasión perdida. Se puede,
es mi caso, encontrar preferibles los proyectos de superación de las
naciones actuales porque, con un buen encuadre institucional, crece el
poder individual y se amplían las oportunidades de paz. Pero si solo se
puede elegir entre los encuadres que generan violencia económica y los
que niegan la soberanía política por un lado, o las soluciones
nacionales por otra parte, personalmente no dudaría ni un momento. Con
la condición de ver, por lo menos, que las empresas «de superación»
finalmente son proyectos de reconstrucción nacional pero a una escala
ampliada. Por poco que se tome como guía absoluta el principio de
soberanía, es decir, admitiéndolo intrínsecamente, se puede denominar
nación a cualquier conjunto que se propone desplegarlo y por lo tanto
llegar mejor a la idea de que la «nación» así redefinida es un principio
abstracto pero insuperable, incluso para quienes piensan en su
evolución: la nación-mundo, pero con la condición de pretender hacer
política únicamente en la coyuntura actual.
¿Cómo ha reconfigurado la crisis el campo de los (pocos) economistas franceses de izquierda?
Por
primera vez se ha organizado, ¡es un acontecimiento! Se ha organizado
en dos planos. En primer lugar en el sentido de la intervención en el
debate público respecto a la política económica: esos son los «economistas aterrorizados». Por supuesto existen economistas críticos que participan en el debate público, aisladamente o en organizaciones como Attac o la Fondation Copernic,
pero es la primera vez que un grupo se constituye en calidad de
economistas y para nosotros además es una manera de decir que la
profesión, muy justamente cuestionada por sus increíbles errores cuando
no por sus compromisos de todo tipo, no está totalmente infectada.
Después los economistas de izquierda también se han organizado
académicamente creando la AFEP
(Asociación Francesa de Economía Política) desmarcada, de forma
totalmente deliberada, de la oficial AFSE (Asociación Francesa de
Ciencia Económica), donde de paso vemos que las diversas formas de
nombrar una disciplina son cualquier cosa menos neutras. Todavía más que
los «aterrorizados» la AFEP
señala, en un registro más legitimador, que no existe una única
«comunidad» de economistas. También indica que existe un vínculo entre
las opciones intelectuales dominantes en el campo de los economistas y
la debacle general que se desarrolla ante nuestros ojos. Denuncia la
tremenda falta de pluralismo de un universo «científico» que sin embargo
como tal se le supone abierto al debate intercrítico.
Sé
que todas estas pueden parecer consideraciones sofisticadas hechas
únicamente para interesar a los pertenecientes al sector, pero al mismo
tiempo hay que ver con claridad cuáles son las consecuencias muy
concretas –y muy devastadoras- en el exterior: la ciencia económica
dominante ha contribuido considerablemente a crear el mundo financiero
contemporáneo y los mercados de las finanzas, también es esa ciencia la
que informa las políticas económicas de austeridad; su papel en el
desastre histórico es abrumador.
El
encarnizamiento con el que los economistas ortodoxos han emprendido la
erradicación, hay que hablar en estos términos, de cualquier diferencia
heterodoxa y cualquier pensamiento crítico, es impresionante. Son
asuntos totalmente concretos, muy mezquinos vistos desde fuera, pequeñas
y siniestras historias de puestos, becas de doctorado, coloquios y
publicaciones. Y hay que decir, por ejemplo, que no aparece ni un solo
heterodoxo como agregado de Ciencia Económica, ni uno solo promocionado
al grado de director de investigación entre los heterodoxos del CNRS, y
que incluso después de la crisis está política de erradicación continúa
con más fuerza.
Obviamente
esos hechos solos no bastan para organizar la desaparición de la
heterodoxia por puro y simple desgaste demográfico. Aunque alguien pueda
poner límites a los estudiantes de doctorado, ¡no puede hacerlos
desaparecer! Pero las condiciones de entrada en las instituciones
académicas son atrozmente adversas para los jóvenes doctores heterodoxos
que necesitan ser santos –o locos- para lanzarse. Sin embargo hay que
informar de todo esto a ese veredicto intelectual que va a aparecer
inevitablemente y no dudará ni un momento en declarar que todo es exacto
en el pensamiento heterodoxo y todo falso en el ortodoxo. Y buena
suerte a los que siguen creyendo que la Ciencia (en cualquier caso la Económica) es un universo de espíritus puros.
Aquí
se ve que la autonomía y el repliegue sobre sí mismo del sector, cosas
que generalmente se cuentan entre sus virtudes, se vuelven contra él: el
enorme impacto de la crisis casi no ha producido ningún efecto. ¡Ahí
tenemos incluso a la reina de Inglaterra!, que al menos se muestra
majestuosamente sorprendida de que ninguno de los distinguidos y
acomodados economistas con los que cuenta el reino (sus heterodoxos, como los nuestros, viven en bodegas) viese venir y el golpe y anunciara el terremoto. Y los economistas de la Royal Academy
se han visto obligados responder. No se puede decir que haya salido
gran cosa, pero al menos han tenido que explicarse un poco. ¡En Francia
nada de nada! Los mismos siguen con sus coloquios de que no cambie nada
en sus pequeños modelos y la caza a los heterodoxos continúa a toda
máquina.
Me
dirán que exagero un poco al sostener que no pasa «nada», y eso no es
totalmente inexacto, antes, en estas mismas columnas, he previsto el
derrocamiento de la hegemonía de la teoría neoclásica y su sustitución
por el paradigma de la «neuroeconomía del comportamiento» (2). Sin
embargo sería un error creer que se produciría un cambio intelectual o
político… Y como me resulta imposible explicar con detalle aquí el
porqué, me contento con una gran elipse invitando a las personas a
descubrir la Allianz Global
Investors Center for Behavioural Finance. Ahí verán a los más famosos
neuroeconomistas ocultos tras los más importantes inversores
institucionales del mundo y por lo tanto deberán, por anticipación,
saber a qué atenerse. Sí, los viejos ortodoxos colaboraron con el mundo
financiero que ha acabado hundiéndose, ¡pero los nuevos solo tienen que
ocupar su lugar!
¿Es
útil y apropiado el término «neoliberalismo» para designar lo que
conforma la singularidad de todas o parte de las transformaciones
contemporáneas del capitalismo? ¿Qué caracteriza al neoliberalismo y qué
papel desempeñan las finanzas y la deuda en su propia lógica?
Curiosamente, como puso de relieve Maurizio Lazzarato (3), en su
genealogía del pensamiento neoliberal que contribuyó a entender mejor la
novedad del neoliberalismo, a no ver ya en él solo una vuelta al laisser-faire del siglo XIX, Michel Foucault no otorga ningún papel a la cuestión de las finanzas y de la deuda…
Nunca
me ha parecido muy pertinente juzgar una declaración por lo que deja de
lado, salvo si es evidente que la ausencia tiene un claro valor de
síntoma o bien perjudica de forma decisiva la intención demostrativa del
autor. Por consiguiente, no se podrá reprochar a Foucault que no haya
analizado exhaustivamente el neoliberalismo, con más motivo en la época
en la que se publicó el Nacimiento de la biopolítica, mientras
que ahora todavía estamos en el inicio del proceso y habría sido
necesaria una enorme clarividencia para anticipar todas sus
repercusiones futuras. Recuerdo, por ejemplo, que el desmoronamiento de
la tasa de ahorro de los hogares estadounidenses y el aumento de su tasa
de endeudamiento, hecho característico por excelencia del capitalismo
neoliberal, solo se produjeron a partir de 1984-1985, y en Francia hubo
que esperar hasta mediados de la década de 1990, momento de la
instalación en un régimen de «franca» globalización. Sin embargo, es
indudable que Maurizio Lazzarato tiene razón en una cosa: si el
neoliberalismo se comprende no como una simple configuración de amplias
licencias sino como un régimen de normalización positiva, entonces,
evidentemente, hay que incluir en él todos los efectos de la deuda. Va a
parecer que caigo en el ecumenismo fácil (y sin embargo, ¡lo pienso de
verdad!): hay que reprochar menos a Foucault haber olvidado la deuda y
las finanzas que agradecer a Lazzarato haberlas añadido al cuadro de
conjunto. Queda la cuestión de si el período actual cae completa y
exclusivamente bajo el concepto de neoliberalismo tal como lo ofrece el
pensamiento de Foucault. Seré un poco más reservado sobre este punto.
Es
cierto que la insistencia de Foucault en deshacer una visión de las
instituciones a las que solo conoce bajo el prisma de la negatividad,
para hacerlas aparecer finalmente en el positivismo de su producción
normativa permite captar una característica muy profunda del periodo
actual (los sectores de la sociedad sometidos al azote del poder
normalizador de la evaluación saben algo de ello). Sin duda era útil
percibir esta productividad de las instituciones, sobre todo estatales,
para no cometer el error de asimilar el neoliberalismo a un liberalismo
clásico simplemente intensificado («ultra» como han dicho muchos). Por
consiguiente, no hay duda de que hay novedad en este «liberalismo», lo
que justifica plenamente el prefijo, y aunque al principio probablemente
era necesario «retorcer el palo en el otro sentido», tampoco habría que
olvidar todo lo que el régimen actual ha conservado del liberalismo
clásico entendido como eliminación de los dispositivos de contención que
permiten retener el impulso de los poderes privados. Así pues, no
comparto la idea de que era un total contrasentido la lectura
«liberalista» del neoliberalismo. Evidentemente, carece del positivismo
normalizador de lo «neo» y de la instauración de un régimen
disciplinario muy particular, pero a pesar de todo capta la prolongación
y profundización de los rasgos del liberalismo más clásico: el hecho de
deshacer los marcos institucionales, reglamentarios y legales que
constreñían las acciones de los agentes y los frenaban (en todo caso a
los más poderosos) de llevar su beneficio más allá de un determinado
límite afecta decisivamente a la distribución de los recursos de poder
en la sociedad y, sobre todo, a la relación de fuerza capital-trabajo.
Está
muy claro que esta relación cambia por completo según se pase de una
economía en la que los derechos de aduana hacen que reine un
proteccionismo moderado, donde el régimen de inversiones directas está
bajo un control estricto, las finanzas rigurosamente encuadradas y
compartimentadas en unos espacios reglamentarios nacionales, los bancos
vigilados y (a menudo) nacionalizados, la Bolsa
y el poder accionarial son casi inexistentes, a una economía en la que
el libre comercio hace que actúe con la mayor violencia posible la
competencia entre espacios con estándares socioproductivos abismalmente
diferentes, en la que el régimen de inversiones directas totalmente
liberalizado desencadena el chantaje de las deslocalizaciones, en la que
las finanzas están desreguladas (¿hay necesidad de alargarse al
respecto?), y en la que el poder accionarial es el amo de las empresas.
Ahora
bien, las dinámicas económicas-políticas que se establecen debido a
estas transformaciones estructurales proceden en primer lugar, muy
clásicamente, de la liberación de los arranques de fuerza privados,
debido al descenso de las retenciones institucionales. Para decirlo más
simplemente: de una extensión del laisser-faire y ello incluso si esta extensión no se opera sponta sua
sino que supone la intervención desreguladora, exógena, de las
políticas públicas, nacionalmente o por medio de tratados europeos,
acuerdos y organismos internacionales interpuestos (OMC, AGCS, etc.).
Sin embargo, en todo caso muchos de los fenómenos del período actual
dependen en primer lugar de este efecto de ampliación del conjunto
estratégico de los agentes (¿cuál es la libertad de las acciones lícitas
que se les ofrecen?) de tal modo que, evidentemente, solo beneficia a
los más poderosos. Una vez que estos últimos pueden hacer cosas que les
estaban prohibidas, las harán si pueden obtener beneficio. Si
deslocalizar (o amenazar con hacerlo) ayuda a ganar en los salarios y en
las condiciones de trabajo, deslocalizarán; si la conminación de
extraer cada vez más rentabilidad de los propios capitales permite
intensificar la productividad, conminarán a hacerlo, y así
sucesivamente.
Con todo, más que oponer los efectos de lo «neo» y de lo «veterano» hay que articularlos: el efecto «laisser-faire»
es lo que mantiene el efecto «normalización». Primero hay que rebajar
la negatividad de los cuadros institucionales preexistentes y que los
dominantes hayan extendido su conjunto estratégico para poder instaurar
nuevos positivismos normalizadores. Las normas de evaluación que
destrozan tantos sectores de la sociedad tienen sin duda su origen en la
revolución financiera que ha impuesto y difundido por todas partes sus
propios esquemas normativos (rating, reporting, benchmarking…).
El paradigma de la evaluación permanente es las finanzas liberalizadas
que, como su nombre indica, han sido… ¡liberalizadas! Para que
aparecieran estos esquemas, primero hubo que eliminar unas barreras que
restringían la libertad estratégica de los inversores.
Descompartimentar, desregular, desintermediar o desnacionalizar han sido
los requisitos previos del nuevo positivismo normalizador de las
finanzas y todas estas cuestiones tienen que ver con la cuestión
(negativa) de los límites. Así que quizá habría que dotarse de un nuevo
concepto de la actual configuración del capitalismo: no se trata
simplemente del neoliberalismo en el sentido «foucaultiano» que ha
adquirido a partir de ahora el término, sino de (torciendo y luego
enderezando el palo) algo que sería a partes iguales «neo» y «ultra».
Hay algo de «demente»,
de asombroso en todo esto, en nuestra incapacidad colectiva para
detener la catástrofe en curso. ¿Es apropiado el calificativo de
«suicidas» aplicado a las «élites» políticas y económicas? ¿Cómo es
posible sociológicamente semejante hybris*? ¿Cómo se fabrican unas élites tan «dementes»?
En
general es un buen método recurrir lo más tarde posible, e incluso no
hacerlo, a las categorías de la psicopatología para dar cuenta de un
fenómeno social, aunque hay que reconocer que en este caso no se puede
evitar pensarlo… Entre consternado y sarcástico Marx ya subrayaba en El 18 Brumario de Luis Bonaparte la incapacidad de la burguesía de superar sus intereses más «mezquinos
e indecentes». Siglo y medio después seguimos sin poder afirmar que la
racionalidad, aunque sea la de los intereses particulares de los
dominantes, sea el motor de la historia. En cierto modo, hay que
quedarse con la mejor parte: a fin de cuentas, como la catástrofe es sin
lugar a dudas el modo histórico más eficaz de destrucción de los
sistemas de dominación, la acumulación de los errores de las «élites»
actuales, incapaces de ver que sus «racionalidades» a corto plazo
sustentan una gigantesca irracionalidad a largo plazo es lo que nos
permite que esperemos ver que este sistema se desmorona en su conjunto.
Es cierto que la hipótesis de la hybris,
entendida como principio de «ilimitación», no carece de valor
explicativo. Además, es una manera de volver a la discusión precedente
sobre el neoliberalismo o, más bien, sobre lo que subsiste en él de
«veterano» e incluso de «ultra». Y es que, efectivamente, es la
destrucción de los dispositivos institucionales de contención de fuerzas
lo que empuja irresistiblemente a las fuerzas a propulsar su impulso y
retomar la marcha para empujar más todo lo lejos que sea posible. Y, en
efecto, hay algo similar a una embriaguez del avance para hacer perder
toda medida y volver a instaurar la primacía de lo «indecente» y de lo
«mezquino» en la «racionalidad» de los dominantes. Así, un capitalista
que tuviera una visión a largo plazo no habría tenido dificultades en
identificar al Estado del bienestar como el coste final y relativamente
moderado de la estabilización social y de la consolidación de la
adhesión al capitalismo, es decir, un elemento institucional útil para
preservar el dominio capitalista (¡del que, sobre todo, no hay que
deshacerse!). Evidentemente, en cuanto sintieron que se debilitaba la
relación histórica de fuerzas (la cual tras la Segunda Guerra Mundial les había impuesto la Seguridad Social),
lo que, sin embargo, era lo mejor que les podía pasar además de
contribuir a garantizar treinta años de crecimiento ininterrumpido, los
capitalistas se apresuraron a recuperar todas las concesiones que habían
tenido que hacer. En Estados Unidos los conservadores, que no tienen
miedo a mostrarse como son, dieron el nombre más claro a esta
perspectiva de reconquista: «a roll back agenda…» [Una agenda de anulación].
Con
todo, habría que preguntarse por los mecanismos que en la mente de los
dominantes convierten unos enunciados que de entrada están burdamente
tallados según sus intereses particulares en objetos de adhesión
sincera, asumidos de manera generalizada. Y puede que para ello haya que
volver a leer la proposición 12 de la III parte de la Ética
de Spinoza según la cual «el espíritu se esfuerza por imaginar qué
aumenta la capacidad de actuar de su cuerpo», que más explícitamente se
traduciría por «nos gusta pensar lo que nos alegra (lo que nos conviene,
lo que es adecuado a nuestra posición en el mundo, etc.)». No cabe duda
de que existe un placer intelectual del capitalismo en pensar según la
teoría neoclásica que la reducción del paro pasa por la flexibilización
del mercado del trabajo. Lo mismo que hay uno del financiero en creer en
la misma teoría neoclásica según la cual el libre desarrollo de la
innovación financiera favorece el crecimiento. El endurecimiento en
enunciados de validez completamente general de ideas de entrada
manifiestamente formadas junto a los intereses particulares más groseros
sin duda encuentra en esta tendencia su ayuda más poderosa. Por ello
cada vez es más difícil distinguir entre imbéciles y cínicos ya que los
primeros mutan casi fatalmente para adoptar forma de los segundos. Si se
observa con atención, no se encuentran individuos tan «limpios» (habría
que decir tan íntegros) como Patrick Le Lay de TF1 [la cadena de la
televisión nacional francesa] que, poco decidido a complicarse la vida
con las doctrinas inútiles y falsamente democráticas de la «televisión
popular», declaraba sin ambages que no tenía otro objetivo que vender a
los anunciantes tiempo de cerebro disponible; ruda franqueza que quizá
tengamos que agradecerle: al menos sabemos a quién tenemos ante nosotros
y es una forma de claridad que no deja de tener mérito.
Por
lo demás, hay resistencias doctrinales fáciles de entender. Las
finanzas, por ejemplo, no se rendirán nunca. Dirán y harán cuanto puedan
para desbaratar los más mínimos intentos de re-regularización. ¡De
hecho, lo hacen muy bien! Para convencerse de ello no hay más que ver la
espantosa indigencia de las veleidades reguladoras, como atestigua el
hecho de que desde 2009 se ha hecho tan poco que la crisis de las deudas
soberanas vuelve a amenazar con acabar en un desmoronamiento de las
finanzas internacionales. Nada es más fácil de entender: un sistema de
dominación nunca entregará las armas por sí mismo y buscará perpetuarse
por todos los medios. Es fácil pensar que los hombres de las finanzas
relancen el sistema que les permite embolsarse los astronómicos
beneficios de la burbuja y dejar los costes de la crisis a todo el
cuerpo social, obligado por los poderes públicos interpuestos a socorrer
a las instituciones financieras, a no ser que perezca él mismo por el
desmoronamiento bancario. ¡Simplemente, hay que ponerse en su lugar!
¿Quién aceptaría renunciar? Incluso habría que decir más: es una forma
de vida lo que defienden estas personas, una forma de vida en la que
entran tanto la perspectiva de unos inauditos beneficios monetarios como
la embriaguez de operar a escala planetaria, de mover cantidades
colosales de capital, por no hablar de los extras más caricaturescos
pero muy reales del modo de vida de los «hombres de los mercados»:
chicas, cochazos, drogas. Todas estas personas no abandonarán así como
así este mundo maravilloso que es el suyo, habrá que actuar para que lo
suelten.
En
realidad, donde el misterio se oscurece verdaderamente es en el papel
del Estado. Encargado de la socialización de las pérdidas bancarias y de
la limpieza de los costes de la recesión, literalmente rehén de las
finanzas cuyos riesgos sistémicos está obligado a reparar, ¿no debería
ser el más interesado en cerrar de una vez por todas la leonera de los
mercados? Parece que plantear así la pregunta sea responderla, pero solo
lógicamente, es decir, desconociendo sociológicamente la forma de
Estado colonizado que es la propia del bloque hegemónico neoliberal: los
representantes de las finanzas se encuentran en ella como en casa. La
interacción, hasta la completa confusión, de las elites políticas,
administrativas, financieras, y a veces mediáticas, ha llegado a tal
grado que la circulación de todas estas personas de una esfera a otra,
de una posición a otra, homogeneiza completamente, salvo diferencias
mínimas, la visión del mundo compartida por este confuso bloque. La
fusión oligárquica –y casi habría que entender la palabra en su sentido
ruso– ha llevado a la anulación de la diferenciación de los
compartimentos del campo del poder y a la desaparición de los efectos de
la regulación que venía del encuentro, a veces de la confrontación, de
gramáticas heterogéneas o antagonistas. Así, sin duda con la ayuda de un
mecanismo de atrición demográfica, se ha visto, por ejemplo, la
desaparición del hábito del hombre de Estado en la forma que adoptó tras
la Segunda Guerra
Mundial, ya que la expresión «hombre de Estado» ya no hay que
comprenderla en el sentido usual de «gran hombre» sino de aquellos
individuos portadores de las lógicas propias de la fuerza pública, de su
gramática de acción y de sus intereses específicos. Los altos
funcionarios, que antaño eran hombres de Estado porque estaban
consagrados a las lógicas del Estado y determinados a hacerlas valer
frente a las lógicas heterogéneas (como, por ejemplo, las del capital o
de las finanzas), son una especie en vías de extinción y los que hoy
«entran en la carrera» no tienen más horizonte intelectual que replicar
de forma servil (y absurda) los métodos de lo privado (de ahí, por
ejemplo las monstruosidades tipo «RGPP», Revisión General de las
Políticas Públicas), ni más horizonte personal que abandonar el servicio
al Estado para pasarse a lo privado, lo que les permitirá integrarse
encantados en la casta de las élites indiferenciadas de la
globalización. Así, los dirigentes nombrados a la cabeza de lo que queda
de empresas públicas no tienen nada más urgente que hacer que cargarse
el estatuto de estas empresas y llevarlas a la privatización para
reunirse por fin con sus camaradas y retozar a su vez en los mercados
mundiales, de las finanzas de las fusiones-adquisiciones y,
«accesoriamente», de los bonos y de las stock-options.
Este
es el drama de nuestros días, que a nivel de estas personas a las que
seguimos llamando «élites» (nos preguntamos por qué dado lo abrumador
que es su balance histórico) ya no hay en ninguna parte ninguna fuerza
de llamada intelectual susceptible de crear un discurso contrario. Y el
desastre es completo cuando los propios medios de comunicación han sido
arrastrados, y desde hace tanto tiempo, por el corrimiento de tierras
neoliberal; lo más extravagante pretende reconducir a los
editorialistas, cronistas, expertos semivendidos y toda esta banda que
se presenta como los preceptores ilustrados de un pueblo obtuso por
naturaleza e «ilustrable» por vocación. Se habría podido
imaginar que el cataclismo del otoño de 2008 y el desmoronamiento
espectacular de las finanzas llevaría a una gran limpieza de todos estos
locutores que emergían harapientos de las humeantes ruinas, pero ¡No
hubo nada de eso! ¡Ninguno se movió! Alain Duhamel sigue pontificando en
Libération; este mismo periódico, en un intento desesperado de
hacer olvidar sus décadas liberales, sigue confiando una de sus
secciones más decisivas, la sección europea, a Jean Quatremer que ha
llenado metódicamente de mierda a todas las personas que denunciaban las
taras, ahora visibles para todos, de la construcción neoliberal de
Europa. En France Inter, Bernard Guetta sobrepasa por la mañana
todos los récords de incoherencia (habría que ponerle delante lo que
dijo hace cinco años escasos, no digo ya en 2005, famoso año del tratado
constitucional europeo…). El programa semanal de economía de France Culture
oscila entre lo hilarante y lo desolador al insistir en dar la voz a
quienes han sido los más fervientes apoyos doctrinales del mundo que se
está desmoronando, como por ejemplo Nicolás Baverez, que sin duda es el
más gracioso de todos y que se ha apresurado a sermonear a los gobiernos
europeos y a conminarles al rigor más extremo antes de darse cuenta de
que era otra burrada. Y todas estas personas sacan pecho con la
impunidad más perfecta, sin que sus jefes les retiren jamás una crónica,
ni el micro, ni siquiera les pidan que se expliquen o den cuenta de sus
discursos pasados. Este es el mundo en el que vivimos, el mundo del
autoblanqueamiento colectivo de los deslices.
¿Cómo
entender también que lo que ocurre no produzca una indignación o una
cólera aún mayor, más decidida, más organizada? Funciona algo parecido a
una «fábrica de impotencia», cuya eficacia supera por el momento
nuestra capacidad de transformar nuestra indignación en capacidad de
actuar colectivamente. ¿Cuáles son los resortes de esta fábrica de
impotencia?
En
efecto, este es un misterio que tendría que aclarar la sociología o la
ciencia política… Pero si se me permite aventurar algunas intuiciones,
para empezar me pregunto si no habría que plantear el problema justo al
revés: lo que hay que comprender no es que no haya un movimiento de
indignación, ¡sino que a veces se produzca! Temo que deplorar la inercia
o la apatía de las masas no procede de un sociocentrismo típico de la skhole
intelectual o militante, es decir, de personas que tienen tiempo libre,
para unos de adoptar el punto de vista de Sirius y para otros de pensar
sistemáticamente en el paso a la acción puesto que el paso a la acción
es por definición la esencia misma de su actividad. Podrá parecer que es
un argumento ramplón, pero tiene las sólidas propiedades de un
materialismo rústico: ¿en qué tiene posibilidad la gente de ocupar su
tiempo? Aparte de las minorías intelectuales y militantes, el mundo se
divide entre los gobernantes cuya actividad a tiempo completo es dirigir
la vida de los demás y los gobernados que dedican lo esencial de su
tiempo a ocuparse de su reproducción material y de hecho se remiten en
todo lo demás a la pasividad de aquellos que les rigen. Esta elemental
asimetría temporal entre organizadores, delegados y pagados a tiempo
completo para organizar, y los «organizados», acaparados «oportunamente»
por las necesidades de su propia supervivencia, es la garantía más
segura de la estabilidad del poder por medio de un simple efecto de
saturación temporal. Los militantes, en todo caso aquellos que no son
activistas profesionales, remunerados como tales por una organización,
saben bien lo que cuesta en fatigas suplementarias o en poner en tensión
su vida personal el hecho de salir de la pasividad a la que normalmente
les condenaría su condición material: después de ocho horas diarias de
trabajo, los «organizados» solo tienen intersticios (la última hora de
la tarde, a veces las noches, los fines de semana) para encontrar peros a
los organizadores, los cuales, después de haber «organizado», se van a
dormir. La fuerza de gravedad resultante de esta división del trabajo es
el segundo plano que hay que tener en mente para darse cuenta en primer
lugar de hasta qué punto es milagroso el que surja un movimiento social
de cierta magnitud, en todo caso para darse cuenta de todos los
obstáculos, temporales, es decir, materiales, que ha tenido que vencer.
Por
si fuera poco, hay que contar con muchas otras dificultades. Y, sobre
todo, con todas las que se podrían incluir en la categoría general de la
traición de los mediadores. Para empezar, la de los mediadores
mediáticos, que trabajan para que pasen por normales (conformes al orden
de las cosas o a las instrucciones de la «razón») las situaciones más
anormales. Pero habría que tomarse el tiempo de hacer un análisis
completo de los mecanismos que llevan a los mediadores mediáticos a no
mediatizar nada ya, es decir, a mantener en la invisibilidad las
situaciones sociales y sus verdaderos determinantes (cuya sola
exhibición bastaría para alimentar furores legítimos) y hacer que los
análisis críticos sean inaudibles (excepto algunas excepciones
sistemáticamente subrepresentadas, cuando no se declaran excluidas por
principio a menos que se les ofrezcan unos formatos tan pobres que no
tienen la menor oportunidad de «tener efecto»). Debido a ello los medios
de comunicación son gestores del bien colectivo del acceso
necesariamente enrarecido a la arena pública y por ello se deben a una
obligación de diversidad, incluso habría que decir a una obligación de
asimetría de la que se debería beneficiar la crítica puesto que el orden
social se beneficia ya de toda la asimetría contraria de las fuerzas de
la dominación.
Pero
en cierto modo han privatizado este bien colectivo en beneficio de una
ínfima minoría de preceptores que, excepto algunas diferencias
insignificantes, tienen todos ellos el mismo lenguaje, y por medio de su homogeneidad
añaden la dominación simbólica a la dominación material. De modo que, a
través de los medios de comunicación supuestamente mediadores pero
definitivamente olvidadizos por su vocación, ya no ocurre nada sino solo
aquello que celebra, anima o bien rehabilita sin cesar al orden
neoliberal, y ello, hoy de forma muy espectacular, en contra incluso de
las crisis más estrepitosas de este último. Debo confesar que a veces
pienso que un despido masivo de la pandilla editorialista y experta
presente podría producir al instante unas consecuencias políticas
importantes: imaginen los efectos posibles de la denuncia repetida del
carácter odioso del poder accionarial, de su responsabilidad directa en
los sufrimientos de los trabajadores (hasta llevar al suicidio), la
demostración insistente de la inanidad de las políticas de
austeridad o incluso el cuestionamiento sistemático de determinados
partidos (de «izquierda») que se niegan obstinadamente a incluir
seriamente en su agenda problemas como la Europa
liberal o la globalización. Pero igualmente confieso que probablemente
esta sea una experiencia de pensamiento ociosa y a varios títulos.
En el orden de las traiciones mediáticas (lato sensu),
sin embargo, la peor es sin duda la de los mediadores políticos:
partidos de oposición que ya no se oponen a nada o burocracias
sindicales que se han convertido en expertas en perder en las arenas las
cóleras populares. ¿Es útil consagrar un cuarto de hora de más a la
anatomía patológica del Partido Socialista? Se puede evitar difícilmente
aunque sea en la perspectiva de las elecciones presidenciales y para
constatar que para esta edición el candidato Hollande se pone a ello no
ocho días antes de la segunda vuelta, como exigía hasta ahora un ligero
reflejo de vergüenza, sino ocho meses antes de la primera para ofrecer
una alianza con los centristas, peripecia anecdótica a primera vista,
pero de hecho un atajo fulgurante que señala todo o casi todo lo que se
puede esperar de una hipotética presidencia socialista en materia de
transformación económica y social: nada. Ya se ha dicho todo sobre el
compromiso histórico de la socialdemocracia, especialmente francesa, con
el neoliberalismo, pero para cerrar lo más rápidamente posible este
lamentable capítulo se puede medir el grado de fracaso histórico de un
partido que todavía osa llamarse «socialista» por su incapacidad para
poner en tela de juicio al capitalismo neoliberal en el momento en el
que su crisis apoplética abre una ventana de oportunidad histórica sin
parangón (y uno acaba por preguntarse qué tipo de acontecimiento, qué
grado de devastación se necesitaría ahora para que en esta materia el
encefalograma socialista emita un nuevo un bip).
Por
consiguiente, el drama actual del período se debe a la ausencia de
cualquier fuerza política en torno a la cual hacer que se precipiten los
efectos comunes de cólera e indignación. Y este es el problema: no hay
que sobrevalorar la capacidad de las multitudes para auto-organizarse a
gran escala. El periodo actual lo demuestra a contrario puesto
que ninguno de los cuerpos sociales maltratados por las políticas de
austeridad ha superado todavía el estadio de las manifestaciones
esporádicas y sin continuidad para entrar en un movimiento de sedición
generalizado. Sin duda se enfadarán conmigo los amigos de la multitud
libre sujeto de la historia, pero me pregunto si para manifestar su
propia fuerza política este no necesita un «polo» que focalice y
condense y que la haga «coherente». Salvo que siga siendo difusa, la
multitud necesita unos puntos focales en los que «las cosas se
precipiten», por medio de los cuales adquiera consistencia y conciencia
de sí misma, aunque no ignoro en absoluto todo lo que puede pasar a
continuación de captación y de desposesión a partir de estos puntos
focales… pero, a fin de cuentas, no es aquí donde se va a solucionar el
problema de la horizontalidad democrática, aunque al menos se pueda
decir que, precisamente, esta última es un problema y no una evidencia.
Por el momento, a falta de auto-organización constatada y de fuerza
política susceptible de crear un polo constituyente o agregador, solo
quedan las cóleras difusas, no coordinadas, incapaces de unirse a falta
de lugar.
Y
no es con las direcciones sindicales con las que hay que contar. O si
hay que contar con ellas es más bien para producir los resultados
exactamente inversos, es decir, devolver al polvo los gérmenes de cólera
en vías de fusión. Y es que es necesario un cierto talento en el orden
la negatividad para haber volatilizado tan artísticamente la energía de
las movilizaciones masivas [en Francia] de enero-marzo de 2009 y de las
jubilaciones en otoño de 2010. No se sabe si hay que invocar el dogma
(absurdo) de la separación de lo «sindical» y de lo «político» (como si
la acción en las cuestiones sociales no tuviera un carácter
profundamente político) o bien (sobre todo) el compromiso de las
instituciones sindicales, como tales integradas orgánicamente en el
juego institucional general y que se han vuelto incapaces de salir de él
para ponerlo en tela de juicio. Pero el hecho está ahí: la formidable
efervescencia de cólera que hizo salir a la calle a millones de personas
en 2009 y 2010 y que más allá, por ejemplo, de la ocasión formal de las
jubilaciones tenía el móvil manifiesto del rechazo de cualquier modelo
de sociedad, no solo no ha encontrado ningún líder sindical (o político)
para verbalizar su verdad, sino que ha sido dilapidado conscientemente
por las vías habituales de la deambulación tan ritual como inofensiva
por barrios cuidadosamente elegidos para no albergar ningún punto
caliente simbólico (¿quién ha visto en el trayecto République - Nation el menor ministerio, una sede de banco o de un gran medio de comunicación?). Me
digo a mí mismo que, siguiendo por este bonito camino, pronto no habrá
más que acercarse al Bosque de Vincennes: se habrá molestado a algunas
ardillas y se volverá de la manifestación con la sensación de haber
tomado el aire…
¿Qué es lo que permitirá detener esta fábrica de impotencia? ¿Cómo reconstituir, en la situación actual, una capacidad de actuar colectiva, transformadora y emancipadora?
Como
carezco completamente de toda experiencia y de todo talento de
empresario político, no tengo la menor idea de las vías por medio de las
cuales se reconstituyen las capacidades de actuar colectivamente, a
falta de lo cual no tengo otra solución que volver a mi postura
escolástica y a su punto de vista exterior. La multitud se pone en
movimiento cuando pasa ciertos duelos afectivos. Pero, ¿son estos duelos
los mismos para todo el mundo? ¡No! ¿Dónde están exactamente? No se
sabe ex ante. Las condiciones materiales, tal como determinan el
impacto diferencial de la crisis a través de la estratificación social,
la distribución desigual de las disposiciones a la aceptación o a la
movilización, son otros tantos datos que «heterogeneizan» a la
«multitud», categoría cuya homogeneidad engañosa es un puro efecto
nominal. ¿Por qué el movimiento de los Indignados cuajó tan bien en
España, incluso en Estados Unidos, y tan poco en Francia donde somos
dados a regodearnos en nuestra «tradición» manifestante y
reivindicativa? En el caso de España, nos preguntamos si la respuesta no
está en una cifra: 40% de paro entre los jóvenes, es decir, en
particular una producción masiva de licenciados que ven sus esperanzas
profesionales «naturales» negadas brutalmente por la exclusión del
empleo del que son víctimas. Son los hijos de la burguesía, bien dotados
de capital cultural y escolar, pero que se descubren frustrados con
respecto a lo que consideraban sus legítimas aspiraciones (¿Acaso el
sistema no las había validado hasta entonces?), las cuales se dan la
vuelta y basculan. Respecto a los estudiantes estadounidenses, quizá sea
el peso de la deuda, en un momento en el que las relaciones con las
instituciones financieras están profundamente deterioradas, lo que
desempeña el papel equivalente y hace traspasar los umbrales de lo
«intolerable». Pero se dirá que poco importa de dónde parte el
movimiento y por qué razones particulares: al fin de cuentas, no existen
acciones desinteresadas (al menos en un sentido del concepto de interés
un poco… interesante). Lo que cuenta, independientemente de sus
orígenes (pudenda origo, se podría decir a la manera de
Nietzsche: los orígenes raramente son bellos de ver), es lo que produce:
¿tiene gancho, induce a continuar? Esas son las preguntas pertinentes.
En esta medida, el juicio sigue siendo contrastado. A todas luces los
Indignados españoles sacaron a una enorme cantidad de personas a la
calle… pero, ¿con qué resultado electoral? Habría que volver a leer el
artículo «Elecciones, trampa para gilipollas» de Sartre, que parece
escrito la semana pasada y expresamente para la situación actual: en él
deploraba el abismo que separa los movimientos sociales como dinámicas
creadoras profundamente colectivas y la artificialidad serial del
escrutinio que aísla y disuelve radicalmente toda la fuerza
propia, auténticamente política de lo «en común». Así que, he aquí: los
Indignados españoles salen a la calle… y se encuentran con el Partido
Popular de Rajoy. Es para llorar.
Con
indignados o sin ellos, en Francia será la misma tarifa… En este caso
es más bien «sin» y aquí también hay un misterio. Una vez más, la
diferencia se debe en parte a la tasa de paro de los jóvenes,
considerablemente más baja que en España, lo mismo que la tasa de paro
global. Con un 10% de tasa de paro global los hijos de la burguesía
todavía no sufren, sus posturas son bastante sólidas, sus accesos se
mantienen lo suficiente para que la crisis no les maltrate demasiado.
Recuerdo la breve pero violenta recesión de 1993, la tasa de paro había
ascendido a más del 12% y, algo inaudito, ¡se había oído a notorios
representantes del capital empezar a preocuparse por los estragos que
padecía la sociedad francesa! Mi conjetura entonces era que en el
entorno de Claude Bébéar, puesto que se trataba de él, un hijo de
familia bien licenciado había tenido que quedarse en la estacada y esto
había sido un trauma al descubrir la injusticia del mundo. Pero un 12% no
está tan lejos, podría llegar muy rápido teniendo en cuenta lo que se
anuncia. Bourdieu, muy «spinozista» aquí, dio una ruda lección de
realismo político recordando que en el Ámsterdam del siglo XVII los
burgueses se habían decidido a financiar unas infraestructuras que
enviaba las aguas residuales al alcantarillado porque el cólera, que no
tiene en cuenta las barreras sociales, había empezado a llevarse a sus
hijos. Así que probablemente ocurra lo mismo con las aguas del paro que
con las aguas cargadas de miasmas: es necesario que el nivel suba lo
suficiente para ir a importunar a los dominantes y hacer que se decidan a
cuestionar su propio sistema, desde el momento en que este empieza a
atentar demasiado contra sus propios intereses… Y luego, para su
desgracia, los Indignados franceses tienen contra ellos otras dos
idiosincrasias muy nuestras. La primera, visible por contraste con el
caso estadounidense, se debe a la antipatía espontánea de las
confederaciones sindicales por cualquier forma de movimiento dotada de
dos odiosas propiedades, la de ser espontánea y la de que en gran parte
se les escapa. Al contrario, los Occupy han recibido el apoyo
discreto pero real, logístico y político, de los sindicatos
estadounidenses, poco habituados a los movimientos de ciertas
dimensiones y más bien contentos de encontrar aquí una oportunidad al
menos de «participar» en una demostración a escala (casi) nacional.
Es de esperar que las confederaciones francesas no den el menor apoyo a los Indignados de La Défense…
Además, si lo dieran estos últimos desconfiarían como de la peste al
presentir la recuperación de poca monta. La segunda tara francesa es,
por supuesto, las elecciones presidenciales y su mitología inoxidable
que sigue haciendo creer a muchas personas que es el momento político
por excelencia, que es ahí donde las cosas se deciden verdaderamente, y
precisamente vienen bien, la cita es en mayo… Actualmente hay burlas del
híbrido Merkozy, pero quizá se reirá menos la gente al descubrir a Sarkollande…
En este paisaje en el que todo está fiscalizado, en el que la captura
«elitista» ha aniquilado toda fuerza de llamada, acabo por decirme que
solo hay dos soluciones para reiniciar el movimiento: un deterioro
continuo de la situación social, que llevará a que una parte mayoritaria
del cuerpo social franquee unos «umbrales», es decir, a una fusión de
las cóleras sectoriales y a un movimiento colectivo incontrolable,
potencialmente insurreccional; o bien a un desmoronamiento «crítico» del
sistema bajo el fardo de sus propias contradicciones (evidentemente, a
partir de la cuestión de las deudas públicas) y de un encadenamiento que
lleve de una serie de fallos soberanos a un colapso bancario, aunque
esta vez diferente de la opereta «Lehman»… Digamos claramente que la
segunda hipótesis es infinitamente más probable que la primera… aunque a
cambio quizá tenga la propiedad de desencadenarla acto seguido. En
todos los casos habrá que apretarse extraordinariamente el cinturón. Y,
sobre todo, seguir reflexionando sobre las formas políticas de un
movimiento social capaz de evitar todas las derivas de tipo fascista.
Al
comprobar el grado de bloqueo de instituciones políticas que se han
vuelto completamente autistas y prohíben ahora todo proceso de
transformación social en frío, también me digo a veces que quizá haya
que volver a pensar la cuestión «ultra tabú» de la violencia en
política, aunque solo sea para recordar a los políticos esta evidencia
conocida por todos los estrategas militares de que un enemigo nunca está
tan dispuesto a todo como cuando se le ha llevado a un callejón sin
salida. Ahora bien, parece por un lado que los gobiernos, totalmente
sometidos a la calificación financiera y consagrados a la satisfacción
de los inversores, se están volviendo tendencialmente enemigos de sus
pueblos y, por otra parte, que si a fuerza de haber cerrado
metódicamente todas las soluciones de deliberación democrática, solo
queda la solución insurreccional, no habrá que extrañarse de que la
población, llevada un día más allá de sus puntos de exasperación, decida
adoptarla, precisamente porque será la única.
Notas:
* Hybris es una palabra del griego clásico que significa orgullo o confianza desmedidos en uno mismo (N. de T.)
(1) Frederic Lordon, La Crise de trop, París, Fayard, 2009.
(2) Yves Citton y Fréderic Lordon, «la Crise, Keynes et les esprits animaux», Revue interrnationale des livres et des idées, nº 12, julio-agosto de 2009.
(3) Maurizio Lazzarato, La Fabrique de l’homme endenté, París, Ed. Amsterdam, 2011.
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