Uno
de los pilares de la malhadada transición española se está derrumbando
cual palacio de naipes frente a una ciclogénesis explosiva. El pacto
tácito que, salvo honrosas excepciones, se ha ido respetando en nuestro
país, ha perdido toda vigencia. Por fin la prensa ha obviado la práctica
de la autocensura imperante en el régimen postfranquista —que algunos
se empeñan en llamar democracia— para atreverse a hablar del rey Borbón y
de la Casa Real. El delito de lesa majestad, las anacrónicas injurias a
la corona, no parece ser suficiente dique de contención coercitivo para
frenar la publicación informaciones sobre la auténtica riada pestilente
que salpica de lleno a la corona española.
Ha tenido que ser la inmersión en una
profunda depresión sin fondo, que ha hundido a la sociedad española en
la miseria, la desesperación y la falta de expectativas de futuro, la
que ha puesto de manifiesto las prebendas que disfruta la clase
dirigente de nuestro país.
Sueldos vitalicios, pensiones máximas sin
cotización, regalos millonarios, vehículos oficiales, salarios
desorbitados, dietas indecentes… eran sólo la punta del iceberg de un
extenso entramado de corruptelas con las que los verdaderamente
poderosos comparaban las voluntades de los supuestos representantes del
pueblo. Así, políticos concretos, pero también partidos completos, se hacían de alguna manera partícipes de las migajas del festín
especulativo que asoló al país durante los últimos lustros. Al fin y al
cabo, si un pelotazo urbanístico dependía de la firma de un alcalde o
de un edil, ¿por qué no compartir parte del botín? —pensarían. Así se
llegó a una generalización de la corrupción e incluso a cierta
aceptación popular de la misma. En periodo de bonanza, con tasas de paro
bajísimas para nuestro país, con niveles de protección social
desconocidos y flujos crediticios de dinero barato sin medida ni
control, de alguna manera, incluso los de abajo, fuimos partícipes o
beneficiarios de la fiesta, aunque sólo oyésemos la música desde lejos.
Sin embargo, cuando hicieron estallar casi simultáneamente la burbuja
financiera y la de la vivienda, nuestro país entró en barrena, donde aún
se encuentra. Políticos pusilánimes hicieron recaer el peso de la
crisis en las clases medias y en las más populares sin tocar ni a los
que más se habían beneficiado de la algarabía especulativa ni a los que
la habían provocado, directa o indirectamente. La reacción lógica y
natural es justo lo que se ha producido, la desafección frente a la clase dominante (banqueros, especuladores…) pero también frente a determinada clase política que fue cómplice del atraco a las arcas públicas.
La cacería de elefantes del rey junto a su nueva entrañable amiga
(aún no se atreven a llamar por su nombre a la relación existente entre
ambos), un dispendio poco ejemplarizante en tiempos de recortes y
miseria, enardeció muchos ánimos y despertó sentimientos republicanos
más o menos latentes que no se cerraron con la petición hospitalaria de
perdón. El caso Urdangarín colmó el vaso, pero la cosa no cesó ahí. Las
atenciones públicas a Corinna (casa, coche, escolta, sueldo) suena a
historias de cortesanas de épocas lejanas y oscuras, pero todo apunta
que es mucho más que eso. Los negocios del rey, verdadero talón de
Aquiles de la Casa Real, pueden quedar al descubierto tirando del hilo
de Corinna. No es nada nuevo, antaño se podía haber tirado del hilo de
Ruiz Mateos, de Mario Conde, de Manuel Prado, de De la Rosa, de los
Albertos… no deber ser casualidad que muchos de sus amigos, benefactores
y testaferros hayan acabado en la cárcel. Incluso se podía haber
investigado sobre la realidad del golpe de estado del 23F,
muy lejos de la versión edulcorada que lo encumbró públicamente. Pero
eran otros tiempos de pseudodemocracia vigilada y de censura activa, hoy
nadie perdona inmensas fortunas hechas al margen de asignaciones
oficiales.
Por eso es tan importante para los que
nos sentimos verdaderamente demócratas todo cuanto acontece estos días
en La Zarzuela. La imputación de la infanta Cristina y la anterior
imputación de su marido, producida ya en un contexto de profunda crisis
económica, no tiene perdón popular en un país que ha botado ya a varios
reyes y que no ha votado realmente por ninguno. Algunos cortesanos
opinan que la crisis de confianza en la realeza se acabaría con la
abdicación de Juan Carlos y la renuncia al derecho sucesorio de la
Infanta, pero es difícil que el Borbón deje su cargo, entre otras cosas
por la pérdida de la inmunidad total con que ahora cuenta el jefe del
estado. El rosario de casos que se arrastran bajo las alcantarillas de
palacio es suficiente como para amedrentar a cualquiera. El juancarlismo
ha perdido tirón en un país que nunca ha sido realmente monárquico y,
por si fuera poco, el descafeinado príncipe no tiene suficiente tirón
para enjugar todo el descrédito que la monarquía ha acumulado en los
últimos años.
Es un momento dulce para el
republicanismo. El fin del rey, en cualquier caso, no está lejos. En el
justo momento de la sucesión la población española debería tomar
pacífica y masivamente mente las calles para demostrar nuestra aversión a
este sistema anacrónico y antidemocrático de gobierno. No como puro
acto simbólico, sino como el inicio de una nueva transición y un periodo
constituyente al margen de las presiones de los poderes fácticos del
franquismo y de la amenaza permanente de involución con la que se
redactó nuestra actual carta magna. La eliminación de la monarquía, como
herencia más nítida de la dictadura fascista debería ser el primer paso
hacia un estado verdaderamente social de derecho, plurinacional,
profundamente democrático y no partitocrático, participativo e
igualitario, el mismo que fue hurtado al pueblo después de 1975 con la
complicidad de los grandes partidos que aún hoy dominan el panorama
político patrio.
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