Control policial durante el confinamiento.
Toda sociología de la crisis es una sociología del miedo:
concretamente de aquellos con capacidad de imponer sus miedos sobre los
del resto de la sociedad. El miedo es un afecto particular, explosivo.
Su traducción política va desde las proyecciones fantasmáticas sobre el
chivo expiatorio que refuerzan la autoridad en la comunidad, hasta la
potencia que supera el temor a través de un proyecto colectivo y, con
este, de un análisis más o menos racional.
En el caso español, aún hoy en día, cuando se discute
teatralmente sobre la necesidad del estado de alarma, cabe hacer algunas
consideraciones sobre miedo y confinamiento. Para ello conviene
recordar en qué estábamos hace tan solo ocho semanas. Ha existido (y
existe) un miedo evidente a la enfermedad, a figurar entre los tocados y
quizás entre los muertos. Pero ese miedo es diferencial: puede ser
sobre uno mismo, pueden preocuparnos solo los mayores cercanos, o
incluso podemos sentir algo de la fragilidad de esa humanidad que
deambula de una crisis a otra. También el miedo es diferente cuando
quien lo experimenta es al repartidor que apura estos días para mantener
su empleo o el anciano de una residencia consciente de lo que significa
la enfermedad para las personas de su edad y alojadas en un lugar como
ese.
Con el confinamiento más duro de Europa occidental, la sociedad
española ha sido unánime respecto a la necesidad del encierro. Ninguna
discusión, ninguna salida de tono
Por decirlo brevemente, en la sociedad española, en la sociedad
europea, hay un grupo especial que impone algo así como un miedo
“dominante”, un miedo más legítimo que los otros. Su legitimidad, no se
debe tanto a que sea un sector de riesgo de la enfermedad (aunque por
edad pueda serlo), cuanto a que es seguramente el colectivo con mayor
poder dentro esa sociedad. Si se permite la generalización, la primera
definición de ese segmento es generacional y se refiere, en España, a
los “instalados”, un segmento social de edad imprecisa pero bien
reconocible en todas partes.
La importancia de ese grupo social apenas se puede esconder. Ningún
otro colectivo ha disfrutado de una biografía “más próspera”, en la que
las expectativas y las oportunidades hayan ido tan bien de la mano. Los
miembros de este grupo viven mejor que sus padres y han vivido mejor que
sus nietos. Entraron en el mercado laboral en plena expansión del
empleo profesional y del empleo público, tras la primera gran ola
“democratizadora” de la educación superior. Ocuparon posiciones de
“responsabilidad” temprano. Profesores, médicos, periodistas, abogados
que con poco más de treinta años, alcanzaron lo que a día de hoy no se
obtiene (si se obtiene) a los cincuenta: ser altos funcionarios,
directores de periódicos y, hasta hace nada, políticos profesionales.
Se habla aquí, obvio, solo de un segmento social, no de una
generación propiamente dicha. La generación “instalada” se refiere solo a
las llamadas “clases medias”, a los verdaderamente posicionados. Entre
los “instalados” la norma fue el empleo garantizado y con derechos. Cabe
decir que a los instalados apenas les importó que se perdieran derechos
sociales y laborales, siempre que no fueran los suyos y siempre que los
que se perdieran fueran los de quienes venían detrás. Los “instalados”
se han jubilado también antes que sus padres, y desde luego antes de lo
que lo harán sus hijos. Sus pensiones no son las del mileurista.
Accedieron a la propiedad inmobiliaria temprano y jugaron con ella en
los dos grandes ciclos de crecimiento (siempre por la vía del ladrillo)
de la democracia española: de 1985 hasta los fastos del 92, y de 1995
hasta la gran depresión de 2007. Todavía, este grupo social compone el
pilar de la sociedad española: sostienen en parte a sus vástagos,
mantienen importantes posiciones patrimoniales (no hay rango de edad con
mayor número de rentistas que aquellos entre 60 y 75 años) y, sin duda,
han sido hasta hace poco (seguramente hasta 2011), el centro de la
política española, de la opinión pública y de todos los sistemas de
poder y representación.
Para esa generación de clase media, que es la generación del
progreso, la covid ha sido algo más que un mazazo. Sin experiencia de la
guerra civil, con el único “trauma” de la salida del franquismo a la
democracia (por otra parte feliz) el coronavirus tiene la forma de una
amenaza real y mortífera. Es la prueba de su fragilidad, no solo
biológica, sino también social: la señal de que un mundo (su mundo) ha
tocado a su fin, aun cuando este llevara décadas desmoronándose y aunque
en términos generales esta generación apenas se diera cuenta.
Si se aceptan estas premisas, se puede aventurar una hipótesis: el
miedo (o mejor sus miedos, pues son varios y contradictorios) ha sido el
gran elemento de la gestión de esta crisis. En el miedo de la
generación alfa de la sociedad española están contenidas muchas de las
singularidades de la gestión sanitaria española. La primera: el
consenso. Con el confinamiento más duro de Europa occidental, la
sociedad española ha sido unánime respecto a la necesidad del encierro.
Ninguna discusión, ninguna salida de tono a este respecto, al menos
durante las primeras seis semanas.
Un apunte en este sentido. En la primera gestión de la crisis
sanitaria, el gobierno tuvo un protagonismo nulo, prácticamente
marginal. Fue un estado de opinión creciente, una ola en ascenso, lo que
exigió e impuso el encierro. Lo exigió como ley marcial, con
independencia de su utilidad real, con independencia de sus
consecuencias económicas, que no serán pocas. Lo exigió sobre un
criterio de eficacia probado en China, sin posibilidad de revisión o
discusión posible. Y lo aplicó como se aplican esos consensos sociales
generalizados: por medio de los policías de balcón, de los aplausos a la
violencias policiales, de la anulación de toda discusión, de la
aquiescencia al casi millón de multas ya emitidas. Si el gobierno en sus
primeros momentos actuó por medio de la autoridad médica y la autoridad
policial es porque sabía de su debilidad y porque entendió que esta era
la única autoridad legítima, la única que se quería reconocer. De
acuerdo con los guardianes del capitalismo de vigilancia, Google y
Apple, a partir del big data de nuestros dispositivos móviles, la sociedad española ha figurado entre las más cumplidoras de su confinamiento.
Otro apunte sobre los rasgos característicos del confinamiento
español, y que muestra también las escalas y las jerarquías del miedo.
El encierro español ha sido el más severo de Europa, pero con
particularidades: niños no, perros sí; farmacias y bancos sí, paseos no.
Se podrá decir que la situación lo exigía, que la epidemia ha golpeado
aquí más que en cualquier otro sitio, y que debía primar la prudencia,
pero sin duda lo que ha primado ha sido la ley de una población
envejecida y temerosa. Apenas se puede discutir acerca de la necesidad
del distanciamiento social en una situación como esta, pero ni mucho
menos el “distanciamiento social” es sinónimo de confinamiento y,
obviamente, sinónimo del confinamiento español.
Otra singularidad española, también europea: la centralidad del
gobierno, la vuelta al Estado protector, la vieja ficción recurrente.
Pocas veces se ha deseado creer en el menos evidente de los axiomas
ideológicos del Estado que la “función del gobierno es la proteger a su
población”, sobre todo y especialmente de aquel segmento de población
legítimo: la clase media, la generación de los instalados. También pocas
veces se ha discutido con tanto ardor sobre si el gobierno ha fallado
en sus labores de protección, si incluso se ha convertido en un
“gobierno criminal”. Conviene recordar, como siempre, que basta un
vistazo a las vallas de Ceuta y Melilla para reconocer la naturaleza
criminal del Estado. En cualquier caso, el gobierno ha sido convertido
en el responsable absoluto: objeto de ataque o defensa, según la lógica
simplista de izquierda y derecha.
Otra elemento pertinente. Frente a la pandemia no había nada
preparado y, dadas la reacciones en los sistemas sanitarios autonómicos,
no lo habría habido fuera cual fuera el color del gobierno.
Quienes han
salvado la situación no ha sido ni el gobierno central ni los gobiernos
autonómicos: han sido una multitud de trabajadores del sector sanitario
y de cuidados, la mayoría mal pagados y precarizados, que han tratado
de salvar la crisis sanitaria como han podido, y que lo han hecho por
vocación o por servicio público. Seamos claros: estos trabajadores han
actuado a pesar del gobierno, pero también a pesar de esa misma sociedad
(hecha sinónimo del sector instalado) que lleva ciega a su situación
desde hace décadas; y que considerando su capacidad de análisis lo
seguirá siendo... allá se hunda el servicio público de salud.
El gobierno ha sido convertido en el responsable absoluto: objeto de
ataque o defensa, según la lógica simplista de izquierda y derecha
El miedo es un elemento de bloqueo de cualquier pregunta con un
mínimo de sentido. Aquí van algunas: ¿por qué en toda Europa, y
concretamente en España, no había previsión alguna respecto de esta
pandemia o frente a la posibilidad repetidamente anunciada de otra
pandemia: por qué se actuó unánimemente como si el virus fuera “chino”,
qué clase de recuerdo imperial hace que estas sociedades no consigan
toparse con su realidad de región de segunda en este mundo globalizado?
¿Por qué, no sólo en España sino en casi todos los países europeos, las
residencias de ancianos (que no son las de la generación instalada, sino
las de sus inmediatos mayores) convertidas en negocio privado,
subcontratadas a media docena de fondos de inversión, que apenas gastan
en mantenimiento y desde luego no en cuidadores y enfermeras, se han
convertido en ratoneras, en verdaderas morgues de aquellos más débiles,
no solo por edad, sino por razones económicas? ¿Por qué un sistema
sanitario que presumía de estar entre los cinco primeros del mundo ha
caído como un castillo de naipes; por qué además el desastre es mayor en
Cataluña y Madrid, los dos regiones en las que la sanidad opera como
un “mercado sanitario”, en beneficio de empresas privadas que gestionan
buena parte del sistema público, y en las que obviamente han faltado
camas, UCIs, personal? ¿Por qué Europa ha carecido de todo, suministros,
EPIs, reactivos, etc., teniéndolas que importar masivamente justamente
de aquel lugar objeto de la ira: China? ¿Cómo es que Madrid, Nueva York,
Milán, París, Londres, Bruselas, Barcelona han sido las ciudades más
golpeadas del mundo: quizás tenga algo que ver con que todas ellas sean
destinos de primer orden, dispongan de grandes aeropuertos y tengan una
creciente vocación turística? ¿Qué tipo de crisis ha destapado la covid:
es esta la del desgaste de los sistema públicos, de unas sociedades
endeudadas y proletarizadas, que escapan cada vez más al registro de
esas clases medias garantizadas?
¿Qué será de la Unión Europea, el único
ámbito de gobierno económico real, y de su reparto de la deuda y el
gasto público entre los países del norte y del sur: cómo van a
transmitir las facturas de la crisis a la poblaciones y de qué modo van a
saltar los malos parches de este “gobierno de progreso”? ¿Ha sido
realmente eficaz el confinamiento total; cabían otras formas menos
severas de distanciamiento social y con consecuencias económicas algo
menores? ¿Cuántos nuevos Sars-Cov-2 nos esperan, considerando las tres
docenas de zoonosis conocidas en las últimas tres décadas, por solo
citar algunas: Nipah, Ébola Reston, hepatitis E, fiebre Q y toda la
amenazante variedad de virus de la gripe que baila entre los humanos y
el ganado que engorda en la masiva industria cárnica: H1N1 (gripe
aviar), H1N2v, H3N2v, H5N1, H5N2, H5Nx, H6N1, H7N1, H7N3, H7N7, H7N9...?
Sin duda la covid nos habla del fin de un mundo, de un mundo de
certezas y seguridades. Nos devuelve, a pesar de las promesas de una
vacuna temprana, al mismo lecho de la historia, donde las catástrofes se
reparten “democráticamente” entre casi todas las generaciones. Pero el
espejismo de que estas certezas se puedan reconstruir en una sociedad en
la que se acumulan las crisis, es seguramente la peor de las
aspiraciones políticas. El miedo, especialmente el miedo de los
instalados que temen por primera vez, no debería gobernarnos. No debería
hacerlo ni un minuto más.