Del Régimen del 78 a la III República
LORENA YUSTA Y JORGE MARTÍNEZ
Una gran bandera republicana en la manifestación del 14 de abril del 2013. / EFE
Hoy la Segunda República Española cumpliría años.
Su proclamación, el 14 de abril de 1931, fue más que un –nunca simple–
cambio en el modelo de estado: supuso el empoderamiento de la mayoría
social trabajadora frente a un sistema monárquico despótico, corrupto y
ruinoso que la tenía sumida en el subdesarrollo social y la empujaba al
abismo.
No es el
único cumpleaños, a lo largo de este 2018 podremos “celebrar” simbólicas
y significadas efemérides. El próximo 6 de diciembre la Constitución
Española de 1978 cumplirá 40 años. Sus defensores organizarán fastos en
su honor, mientras el movimiento republicano se echará a la calle
denunciando la impostura de un régimen que ha logrado sobrevivir, de
momento, a la mayor crisis de su historia. Y es que las bases del
sistema han experimentado un auténtico terremoto que resquebrajó sus
cimientos durante estos dos últimos lustros. Este mismo año se cumple
otra efeméride maldita: diez años desde que el 15 de septiembre de 2008
quebró el gigante financiero Lehman Brothers, quizás el mayor símbolo de
esa enorme crisis económica y financiera del capitalismo global, e
inauguró “oficialmente” esta década ignominiosa. Ambos hitos nos
permiten caracterizar, someramente, la relación medular entre el marco
constitucional del 78 que consagró la monarquía como sistema de
gobierno, y la estructura del actual sistema político patrio, esa
armadura que desde la izquierda hemos convenido en denominar el régimen
del 78.
La Constitución de 1978 y todo su proceso de elaboración vino condicionado por la propia dictadura franquista, y es que el
tirano y su plutocracia no tenían ningún interés en reinstaurar un
sistema republicano legítimo que pudiera propiciar un auténtico cambio
social, una ruptura con el franquismo: era el momento de
garantizar la continuidad de los poderes que forjaron su lugar en el
país a golpe de tortura y represión. Así, nuestra actual Constitución reformó
en cuatro claves que constituyen los pilares del régimen del 78,
elementos cuya insuficiencia e impostura ha evolucionado hasta el
esperpento actual y que se encuentran hoy en profundo estado de crisis:
- Monarquía, designada directamente por el dictador y que ha hurtado hasta la fecha la decisión soberana del pueblo español sobre su forma de estado;
- Bipartidismo, consecuencia inevitable de la aplicación del artículo 68.2 de la Constitución que establece la provincia como circunscripción electoral;
- El estado de las autonomías, el llamado “café para todos”, un federalismo demediado cuyo objetivo real fue no reconocer el derecho de autodeterminación de los pueblos que integran el Estado español, principalmente, Euskadi y Catalunya;
- El Estado social, burgués sin duda, pero banderín de enganche entre las fuerzas progresistas en ese proceso de transición al “Estado social y democrático de derecho” de los países centroeuropeos. Un Estado social que en sus logros ha sido progresivamente dinamitado reforma laboral a reforma laboral, recorte social tras recorte social.
Y
en esto llegó la crisis económica de 2008, una de las mayores de la
historia del capitalismo. Ese sistema que, en Europa y como si de un
organismo vivo se tratara, creó su propia vía de defensa ante las masas
revolucionarias generando la ilusión de un sistema de bienestar y la
cimentación de una mal llamada clase media (más en clave monetaria que
de seguridad social). Da igual que nos creyéramos o no ese juego de
prestidigitación, porque su fango nos iba a contaminar a todos en nombre
de la crisis financiera. A todos, eso sí, los que no perteneciéramos a
las élites.
Es esencial no perder de vista esa
última palabra; es vital no perder de vista el elemento de clase. La
precariedad, el paro, los recortes sociales, las “fugas” y el “exilio”
de hermanos y amigos nativos o migrantes,
la austeridad impuesta en nuestros presupuestos gracias a la reforma
del artículo 135 de la Constitución, toda esta realidad, no fue ni es
sino nuestra realidad, bien alejada de la de las élites donde los
títulos de propiedad, el dinero y las relaciones de influencia
garantizan su bonanza. Una élite en cuya cúspide reside la monarquía,
garante de aquel sistema que el dictador quiso perpetuar.
Pero
la crisis, para desgracia del sistema y como cualquier moneda, tiene
sus dos caras. La crisis conllevó una reactivación enorme de la
movilización. La clase obrera organizó dos huelgas generales ante sendas
reformas laborales del PSOE (2010) y del PP (2012); y surgió
esperanzador el movimiento 15-M como impugnación de las bases del
sistema. Ese clamor del “no nos representan” y “lo llaman democracia y
no lo es” removió los cimientos del régimen y, aunque sus principales
responsables sigan encumbrados, se sintieron “amenazados” y tuvieron que
actuar para no perder su posición de privilegio. El bipartidismo se ha
quebrado con las clases populares votando en masa al margen de las dos
opciones dispuestas en 1978: el turnismo se rompe bajo el sistema
monárquico por primera vez desde que Cánovas y Sagasta lo pactaran. El
monarca “campechano”, tras sus vergonzantes escándalos, se vio obligado a
abdicar en su “sucesor” para salvar la monarquía de una posible crisis
terminal. Y, por último, el actual monarca intervino contra el “process”
y los partidos del régimen no dudaron en retorcer las leyes
constitucionales y aplicar una represión desmedida para garantizar la
sacrosanta unidad del Estado ante la movilización soberanista en
Catalunya.
Hemos sido nosotras, las clases
populares, ayer en Madrid, Aragón o Andalucía, hoy en Catalunya, las
que pusimos en solfa todos los pilares del régimen a través de la
movilización y conseguimos que, por primera vez desde el inicio incierto de la transición, el miedo cambiara de bando.
Y cual obra de teatro, la población pudo advertir cómo, al caer el
telón, quedaron al desnudo todos los entresijos del régimen, esa
opereta, esa burla en la que estamos atrapados.
Sin
embargo, perdimos aquella oportunidad, impugnamos el sistema pero no
fuimos capaces de acabar con él. El caballo de la historia pasó delante
de nuestras puertas, y no nos aupamos a su grupa. Y tras éxitos y
fracasos, en una época en la que la inmediatez se siente como una
necesidad absoluta, hacemos lectura de los últimos años evidenciando que
nos encontramos en una época de recesión en cuanto a la movilización
social, pero conscientes de que habrá una nueva oportunidad más pronto
que tarde. La República no fue definitivamente enterrada por nuestra
actual democracia ni los deseos de igualdad sepultados en una fosa.
Porque, después de todo, la lucha por la igualdad se nutre de la
evidencia lacerante de la injusticia, del abuso, del maltrato, y no hay
muestra más representativa de clasismo e injusticia que la de un
privilegio heredado por descendencia de sangre. Clasismo primigenio.
La
república es el único sistema político que nos hace iguales de partida,
y habrá que dotarla de contenidos que hagan posible la igualdad real.
Sobran los parásitos y somos perfectamente capaces de liderar la
jefatura del Estado, tal y como lideramos nuestras vidas y las luchas
por nuestros derechos. Debemos movilizarnos y conseguir de nuevo lo
mismo que en 1931: doblegar un régimen corrupto plantándonos ante sus
organizaciones criminales, su represión, sus mordazas violadoras de la
libertad de expresión, sus presos políticos y, por supuesto, impugnando
su monarquía. Como decía Durruti, “Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones; y ese mundo está creciendo en este instante“. Feliz cumpleaños, querida Segunda República. ¡Vamos a por la Tercera!
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