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"Sociología (breve) del estado de alarma", por Emmanuel Rodríguez



Covid y clase media

Sociología (breve) del estado de alarma

En la sociedad española hay un grupo especial que impone algo así como un miedo ‘dominante’, un miedo más legítimo que los otros, el miedo de los ‘instalados’, un colectivo que ha disfrutado de una biografía ‘más próspera’
Emmanuel Rodríguez 8/05/2020

<p>Control policial durante el confinamiento.</p>
Control policial durante el confinamiento.



Toda sociología de la crisis es una sociología del miedo: concretamente de aquellos con capacidad de imponer sus miedos sobre los del resto de la sociedad. El miedo es un afecto particular, explosivo. Su traducción política va desde las proyecciones fantasmáticas sobre el chivo expiatorio que refuerzan la autoridad en la comunidad, hasta la potencia que supera el temor a través de un proyecto colectivo y, con este, de un análisis más o menos racional. 


En el caso español, aún hoy en día, cuando se discute teatralmente sobre la necesidad del estado de alarma, cabe hacer algunas consideraciones sobre miedo y confinamiento. Para ello conviene recordar en qué estábamos hace tan solo ocho semanas. Ha existido (y existe) un miedo evidente a la enfermedad, a figurar entre los tocados y quizás entre los muertos. Pero ese miedo es diferencial: puede ser sobre uno mismo, pueden preocuparnos solo los mayores cercanos, o incluso podemos sentir algo de la fragilidad de esa humanidad que deambula de una crisis a otra. También el miedo es diferente cuando quien lo experimenta es al repartidor que apura estos días para mantener su empleo o el anciano de una residencia consciente de lo que significa la enfermedad para las personas de su edad y alojadas en un lugar como ese.
Con el confinamiento más duro de Europa occidental, la sociedad española ha sido unánime respecto a la necesidad del encierro. Ninguna discusión, ninguna salida de tono 
Por decirlo brevemente, en la sociedad española, en la sociedad europea, hay un grupo especial que impone algo así como un miedo “dominante”, un miedo más legítimo que los otros. Su legitimidad, no se debe tanto a que sea un sector de riesgo de la enfermedad (aunque por edad pueda serlo), cuanto a que es seguramente el colectivo con mayor poder dentro esa sociedad. Si se permite la generalización, la primera definición de ese segmento es generacional y se refiere, en España, a los “instalados”, un segmento social de edad imprecisa pero bien reconocible en todas partes. 


La importancia de ese grupo social apenas se puede esconder. Ningún otro colectivo ha disfrutado de una biografía “más próspera”, en la que las expectativas y las oportunidades hayan ido tan bien de la mano. Los miembros de este grupo viven mejor que sus padres y han vivido mejor que sus nietos. Entraron en el mercado laboral en plena expansión del empleo profesional y del empleo público, tras la primera gran ola “democratizadora” de la educación superior. Ocuparon posiciones de “responsabilidad” temprano. Profesores, médicos, periodistas, abogados que con poco más de treinta años, alcanzaron lo que a día de hoy no se obtiene (si se obtiene) a los cincuenta: ser altos funcionarios, directores de periódicos y, hasta hace nada, políticos profesionales.

Se habla aquí, obvio, solo de un segmento social, no de una generación propiamente dicha. La generación “instalada” se refiere solo a las llamadas “clases medias”, a los verdaderamente posicionados. Entre los “instalados” la norma fue el empleo garantizado y con derechos. Cabe decir que a los instalados apenas les importó que se perdieran derechos sociales y laborales, siempre que no fueran los suyos y siempre que los que se perdieran fueran los de quienes venían detrás. Los “instalados” se han jubilado también antes que sus padres, y desde luego antes de lo que lo harán sus hijos. Sus pensiones no son las del mileurista. 

Accedieron a la propiedad inmobiliaria temprano y jugaron con ella en los dos grandes ciclos de crecimiento (siempre por la vía del ladrillo) de la democracia española: de 1985 hasta los fastos del 92, y de 1995 hasta la gran depresión de 2007. Todavía, este grupo social compone el pilar de la sociedad española: sostienen en parte a sus vástagos, mantienen importantes posiciones patrimoniales (no hay rango de edad con mayor número de rentistas que aquellos entre 60 y 75 años) y, sin duda, han sido hasta hace poco (seguramente hasta 2011), el centro de la política española, de la opinión pública y de todos los sistemas de poder y representación.



Para esa generación de clase media, que es la generación del progreso, la covid ha sido algo más que un mazazo. Sin experiencia de la guerra civil, con el único “trauma” de la salida del franquismo a la democracia (por otra parte feliz) el coronavirus tiene la forma de una amenaza real y mortífera. Es la prueba de su fragilidad, no solo biológica, sino también social: la señal de que un mundo (su mundo) ha tocado a su fin, aun cuando este llevara décadas desmoronándose y aunque en términos generales esta generación apenas se diera cuenta. 

Si se aceptan estas premisas, se puede aventurar una hipótesis: el miedo (o mejor sus miedos, pues son varios y contradictorios) ha sido el gran elemento de la gestión de esta crisis. En el miedo de la generación alfa de la sociedad española están contenidas muchas de las singularidades de la gestión sanitaria española. La primera: el consenso. Con el confinamiento más duro de Europa occidental, la sociedad española ha sido unánime respecto a la necesidad del encierro. Ninguna discusión, ninguna salida de tono a este respecto, al menos durante las primeras seis semanas. 


Un apunte en este sentido. En la primera gestión de la crisis sanitaria, el gobierno tuvo un protagonismo nulo, prácticamente marginal. Fue un estado de opinión creciente, una ola en ascenso, lo que exigió e impuso el encierro. Lo exigió como ley marcial, con independencia de su utilidad real, con independencia de sus consecuencias económicas, que no serán pocas. Lo exigió sobre un criterio de eficacia probado en China, sin posibilidad de revisión o discusión posible. Y lo aplicó como se aplican esos consensos sociales generalizados: por medio de los policías de balcón, de los aplausos a la violencias policiales, de la anulación de toda discusión, de la aquiescencia al casi millón de multas ya emitidas. Si el gobierno en sus primeros momentos actuó por medio de la autoridad médica y la autoridad policial es porque sabía de su debilidad y porque entendió que esta era la única autoridad legítima, la única que se quería reconocer. De acuerdo con los guardianes del capitalismo de vigilancia, Google y Apple, a partir del big data de nuestros dispositivos móviles, la sociedad española ha figurado entre las más cumplidoras de su confinamiento.

Otro apunte sobre los rasgos característicos del confinamiento español, y que muestra también las escalas y las jerarquías del miedo. El encierro español ha sido el más severo de Europa, pero con particularidades: niños no, perros sí; farmacias y bancos sí, paseos no. Se podrá decir que la situación lo exigía, que la epidemia ha golpeado aquí más que en cualquier otro sitio, y que debía primar la prudencia, pero sin duda lo que ha primado ha sido la ley de una población envejecida y temerosa. Apenas se puede discutir acerca de la necesidad del distanciamiento social en una situación como esta, pero ni mucho menos el “distanciamiento social” es sinónimo de confinamiento y, obviamente, sinónimo del confinamiento español. 

Otra singularidad española, también europea: la centralidad del gobierno, la vuelta al Estado protector, la vieja ficción recurrente. Pocas veces se ha deseado creer en el menos evidente de los axiomas ideológicos del Estado que la “función del gobierno es la proteger a su población”, sobre todo y especialmente de aquel segmento de población legítimo: la clase media, la generación de los instalados. También pocas veces se ha discutido con tanto ardor sobre si el gobierno ha fallado en sus labores de protección, si incluso se ha convertido en un “gobierno criminal”. Conviene recordar, como siempre, que basta un vistazo a las vallas de Ceuta y Melilla para reconocer la naturaleza criminal del Estado. En cualquier caso, el gobierno ha sido convertido en el responsable absoluto: objeto de ataque o defensa, según la lógica simplista de izquierda y derecha.  

Otra elemento pertinente. Frente a la pandemia no había nada preparado y, dadas la reacciones en los sistemas sanitarios autonómicos, no lo habría habido fuera cual fuera el color del gobierno. 

Quienes han salvado la situación no ha sido ni el gobierno central ni los gobiernos autonómicos: han sido una multitud de trabajadores del sector sanitario y de cuidados, la mayoría mal pagados y precarizados, que han tratado de salvar la crisis sanitaria como han podido, y que lo han hecho por vocación o por servicio público. Seamos claros: estos trabajadores han actuado a pesar del gobierno, pero también a pesar de esa misma sociedad (hecha sinónimo del sector instalado) que lleva ciega a su situación desde hace décadas; y que considerando su capacidad de análisis lo seguirá siendo... allá se hunda el servicio público de salud. 

El gobierno ha sido convertido en el responsable absoluto: objeto de ataque o defensa, según la lógica simplista de izquierda y derecha
El miedo es un elemento de bloqueo de cualquier pregunta con un mínimo de sentido. Aquí van algunas: ¿por qué en toda Europa, y concretamente en España, no había previsión alguna respecto de esta pandemia o frente a la posibilidad repetidamente anunciada de otra pandemia: por qué se actuó unánimemente como si el virus fuera “chino”, qué clase de recuerdo imperial hace que estas sociedades no consigan toparse con su realidad de región de segunda en este mundo globalizado? ¿Por qué, no sólo en España sino en casi todos los países europeos, las residencias de ancianos (que no son las de la generación instalada, sino las de sus inmediatos mayores) convertidas en negocio privado, subcontratadas a media docena de fondos de inversión, que apenas gastan en mantenimiento y desde luego no en cuidadores y enfermeras, se han convertido en ratoneras, en verdaderas morgues de aquellos más débiles, no solo por edad, sino por razones económicas? ¿Por qué un sistema sanitario que presumía de estar entre los cinco primeros del mundo ha caído como un castillo de naipes; por qué además el desastre es mayor en Cataluña y Madrid, los dos regiones en las que la sanidad opera como un  “mercado sanitario”, en beneficio de empresas privadas que gestionan buena parte del sistema público, y en las que obviamente han faltado camas, UCIs, personal? ¿Por qué Europa ha carecido de todo, suministros, EPIs, reactivos, etc., teniéndolas que importar masivamente justamente de aquel lugar objeto de la ira: China? ¿Cómo es que Madrid, Nueva York, Milán, París, Londres, Bruselas, Barcelona han sido las ciudades más golpeadas del mundo: quizás tenga algo que ver con que todas ellas sean destinos de primer orden, dispongan de grandes aeropuertos y tengan una creciente vocación turística? ¿Qué tipo de crisis ha destapado la covid: es esta la del desgaste de los sistema públicos, de unas sociedades endeudadas y proletarizadas, que escapan cada vez más al registro de esas clases medias garantizadas? 

¿Qué será de la Unión Europea, el único ámbito de gobierno económico real, y de su reparto de la deuda y el gasto público entre los países del norte y del sur: cómo van a transmitir las facturas de la crisis a la poblaciones y de qué modo van a saltar los malos parches de este “gobierno de progreso”? ¿Ha sido realmente eficaz el confinamiento total; cabían otras formas menos severas de distanciamiento social y con consecuencias económicas algo menores? ¿Cuántos nuevos Sars-Cov-2 nos esperan, considerando las tres docenas de zoonosis conocidas en las últimas tres décadas, por solo citar algunas: Nipah, Ébola Reston, hepatitis E, fiebre Q y toda la amenazante variedad de virus de la gripe que baila entre los humanos y el ganado que engorda en la masiva industria cárnica: H1N1 (gripe aviar), H1N2v, H3N2v, H5N1, H5N2, H5Nx, H6N1, H7N1, H7N3, H7N7, H7N9...?

Sin duda la covid nos habla del fin de un mundo, de un mundo de certezas y seguridades. Nos devuelve, a pesar de las promesas de una vacuna temprana, al mismo lecho de la historia, donde las catástrofes se reparten “democráticamente” entre casi todas las generaciones. Pero el espejismo de que estas certezas se puedan reconstruir en una sociedad en la que se acumulan las crisis, es seguramente la peor de las aspiraciones políticas. El miedo, especialmente el miedo de los instalados que temen por primera vez, no debería gobernarnos. No debería hacerlo ni un minuto más.

Emmanuel Rodríguez

Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.
 

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