Algunos somos comunistas
El comunismo se ha puesto de moda. No
del modo que predijeron Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, pero
sí de alguna forma tal que ha provocado que las tertulias políticas, en
los grandes medios de comunicación o fuera de ellos, vuelvan a debatir
sobre esta tradición política. Es más, tres partidos políticos -PP,
Ciudadanos y PSOE- agitan ahora la bandera del anticomunismo con objeto
de atacar las posiciones políticas de la alianza entre Podemos, IU y las
confluencias. Suena a burda y recurrente maniobra para usar el miedo
como arma electoral, pero esta vuelta a las viejas consignas
reaccionarias no deja de ser sintomática.
Hace unos años la filósofa Jodi Dean escribió que el resurgir del peligro comunista se
estaba produciendo porque los mercados habían fracasado. Me parece algo
cierto. El anticomunismo emerge como una suerte de defensa ante los
propios fracasos, los del sistema de mercado y el capitalismo. De hecho,
no deja de sorprender que tras décadas de neoliberalismo y tras la más
grave crisis económica desde la Gran Depresión, se vuelva a agitar el
fantasma del anticomunismo. Al fin y al cabo, el desempleo, los
desahucios y el miedo a pasar hambre se han multiplicado como resultado
natural del capitalismo y de sus crisis. Tantos años asustando con que
los comunistas nos quitarían las viviendas y al final hemos comprobado
que han sido los bancos privados, protegidos y representados por
trajeados hombres de negro, los que nos han robado la vivienda, el
trabajo y el futuro de nuestras familias.
El geógrafo David Harvey ha insistido a
menudo en que el interés por el marxismo y la economía política
retrocedió durante los años sesenta y setenta porque las preocupaciones
de la sociedad, y especialmente de la izquierda, se habían trasladado
hacia las cuestiones culturales. Había un creciente interés sobre las
temáticas vinculadas a la alienación y sobre las causas
posibles de que la clase obrera no quisiera hacer la revolución
socialista, dejándose de lado el análisis económico. Es más, la mayoría
de los marxistas occidentales eran filósofos y muy pocos atendían la
cuestión económica, como puso de relieve el clásico estudio de Perry
Anderson sobre el marxismo occidental. En aquel contexto socio-histórico
típico del fordismo y del consumo de masas una obra como El Capital,
que describe fríamente al capitalismo en sus fundamentos más
elementales, parecía alejada de los problemas políticos de la época.
Pero eso, insiste el propio Harvey, ha cambiado en las últimas décadas.
Y está en lo cierto. Hoy una obra como El Capital explica con
sorprendente precisión por qué y cómo nos bajan los salarios, nos
despiden, nos recortan la sanidad y la educación o nos obstaculizan la
organización en sindicatos. Hoy el capitalismo está mucho más desnudo, y
es fácil ver cómo la razón económica del capital inunda
nuestras vidas y nos obliga a emigrar, a pelear por migajas o a aceptar
salarios de subsistencia como si fueran privilegios. Hoy el marxismo
tiene, de hecho, más actualidad que hace cuarenta años.
Es natural, aceptado lo anterior, que
también estemos ante un resurgir del comunismo como planteaba Dean,
aunque no tiene por qué expresarse con los mismos ropajes o las mismas
herramientas conceptuales de siempre. En realidad el marxismo siempre ha
sido así, abierto y diverso. De hecho, sólo el catecismo ortodoxo que
emanaba de los manuales de la URSS pudo congelar, así fuera
parcialmente, un instrumento tan vivo como el marxismo. Lo fosilizó, y a
un coste enorme. Pero nadie podrá negar que el propio Lenin fue un
heterodoxo, hasta tal punto que Gramsci tuvo a bien definir la
revolución de 1917 como una revolución contra El Capital. Algo
similar pasó en toda América Latina con los movimientos revolucionarios,
destacadamente el cubano. La propia Rosa Luxemburgo fue, de hecho, una
teórica especialmente fecunda y crítica con la racionalización que la
dirigencia soviética hacía de los acontecimientos históricos. Pero no
sólo es respecto al análisis que el marxismo es abierto y versátil, sino
también respecto a la práctica política y la estrategia discursiva.
Sólo hay que recordar que la consigna socialmente aglutinadora de la
revolución soviética fue paz, pan y tierra y no ningún símbolo
fetichizado que limitara su capacidad a la mera autocomplacencia de los
revolucionarios portaestandartes. En la ascendencia republicana pasó lo
mismo con Robespierre y su tan famosa expresión sobre el derecho a la existencia, que resumía así sin quebraderos de cabeza el eje central de los Derechos Humanos.
En este sentido, Harvey es de los que se han sumado históricamente a conectar los ideales del Manifiesto Comunista con los expresados en la Declaración de los Derechos Humanos.
Esta es una vía que permite reconectar al socialismo con la tradición
republicana y que, al mismo tiempo, permite volver a situar el foco
político en los problemas de la gente y no en debates litúrgicos y
ceremoniales propios de las religiones.
Hablar de Derechos Humanos y vincularlos
al marxismo no es casual. Por dos motivos. En primer lugar, porque el
socialismo fue la única tradición política que mantuvo viva la llama de
los Derechos Humanos desde 1794 hasta 1948, y gracias a la cual se
conquistaron los derechos políticos y sociales que caracterizan a
nuestras sociedades democráticas modernas. En segundo lugar, porque la
agresión del capitalismo es tan brutal y salvaje que, bajo las actuales
condiciones históricas, defender los derechos humanos es impugnar el
sistema capitalista mismo.
Sobre esto insistimos mucho durante las movilizaciones del 15-M al subrayar que no somos antisistema, sino que el sistema es antinosotros.
No es cierto que durante aquellos días de 2011 el miedo hubiera
cambiado de bando, al menos no tanto como coreábamos. Pero lo que sí
cambió de bando fue el sentido común. En mitad de la agresión neoliberal
defender una vivienda, cuya conquista como derecho se sobreentendía
como parte del sentido común, se convertía ahora en un acto
revolucionario –y, por cierto, ilegal. Esto también es fácil verlo hoy
cuando comprobamos que la propia Constitución de 1978 y sus garantías
sociales se convierten en papel mojado ante una supuesta realidad
inmodificable, a saber, la supraestructura europea y el propio sistema
capitalista.
Dice el catedrático de Literatura Juan
Carlos Rodríguez que «lo que debería resultar más sorprendente es sin
embargo lo que menos sorprende». Se refiere al hecho de que deberíamos
asombrarnos ante un sistema que es capaz de dejar sin trabajo a más de
un millón y medio de hogares y sin vivienda a centenares de miles de
familias, por citar dos ejemplos. Sin embargo, hemos naturalizado esos
dramas estructurales. Decimos la vida es así y seguimos a otras cosas. Pero no es la vida, sino esta vida. Concretamente esta vida bajo el capitalismo. Bajo
un sistema regido por un principio básico de maximización de ganancias y
que mercantiliza todo a su paso, desde los objetos hasta los seres
vivos y los recursos naturales. Un sistema, llamado capitalismo, que nos
esclaviza a un nuevo Dios llamado mercado que opera con caprichosos y cambiantes deseos de rentabilidad.
De ahí que el marxismo aspire a desnudar
esa supuesta normalidad, y a mostrarla tan despiadada como es.
Desmitificar las estrategias discursivas dominantes es, de hecho, parte
de la acción política. ¿Acaso es verdad que somos todas las personas
iguales en nuestra condición de ciudadanos como nos insisten unos y
otras cada día? Cuando paseamos por el centro comercial, sugería Jean
Baudrillard, se produce una suerte de equiparación en la que todos nos
pensamos iguales. Ricos y pobres quedamos aparentemente indiferenciados
en nuestra nueva condición de ciudadanos consumidores. Nada más lejos de
la realidad, de esa realidad que palpamos en nuestras calles. Porque es
ahí donde averiguamos que no sólo hay ricos y pobres sino también
trabajadores y rentistas, y que por mucho que la estructura social de
nuestras sociedades modernas se haya complejizado no dejamos de
dividirnos en función de una distinta dependencia de nuestras propias
capacidades y cuerpos. En efecto, algunos necesitan ofrecerse en el
mercado mundial para ganarse el pan, y otros viven del trabajo ajeno.
Eso, en esencia, no ha cambiado.
Este es el asunto más incontestable
acerca de la actualidad del comunismo. Allá donde haya explotación,
habrá lucha, y donde haya opresión, habrá resistencia. No importarán las
etiquetas, ni tampoco la diversidad de los sujetos. Allá donde la
explotación derive en miseria, desigualdad, desahucios, carencias
básicas y otros obstáculos para el desarrollo de una vida en libertad,
habrá contestación. En breve, siempre que exista el capitalismo como
sistema existirá el comunismo como idea, movimiento y alternativa.
PS: El título del presente artículo es, queriendo, idéntico al que utilizó Carlos Fernández Liria a los pocos días del 15-M para decir, aproximadamente, lo mismo que yo ahora.
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